La expresión artística más acabada del individualismo extremo no se encuentra en las grandes epopeyas que vinculan la acción de los héroes con el destino de las naciones, o en las tragedias que enfrentan a la oportunidad social los valores asimilados por las almas fuertes. Tampoco se halla en las pinturas expresionistas que representan la realidad como la ve la emoción de los retratados, ni la reconocemos en las obras literarias que dejaron los pensadores existencialistas y en las cuales siempre se cuenta con la redención -satisfactoria o no- en virtud del compromiso. El mérito de esta hazaña pertenece al subgénero cinematográfico dedicado al mundo de la prisión. El cine carcelario es la alegoría perfecta de la agonía que supone vivir en verdadera soledad.   Una nueva pieza maestra viene a gravar el peso estético de esta especialidad fílmica: Un profeta, de Santiago Audiard. Como todo lo sabio, la película trasciende su propia realización para abarcar un conjunto enorme de sentimientos, ideas, géneros y situaciones. Esta es, además, una cinta de portentoso dominio en la descriptiva del paisanaje; Audiard consigue personajes tan sólidos como los de la literatura.   Las sutiles coordenadas mediante las cuales el autor ubica el desarraigo cultural que afecta al hombre alienado son: la vuelta a los valores ad hoc que alimentan las mafias y el remordimiento asimilado en forma de alucinación. La vida mafiosa contiene en sí misma la única vía para sus miembros: el medro personal. La alucinación es el anuncio de la baraka que el protagonista cree poseer.   Si el espectador conserva la inquietud política, el desarrollo del argumento puede permitirle gozar con el descubrimiento -no explicitado en la película- de una realidad espeluznante: cuando no hay Estado el regreso a la sociedad tribal -las pandillas guerreras- es inevitable, pero cuando sólo existe Estado, es decir, cuando el individuo desposeído de libertad y de cultura queda sometido directamente a la disciplina carcelaria, el efecto es el mismo. En el nuevo liberalismo el comercio y, en el trullo, el trapicheo, podrían muy bien ser concepciones destinadas a paliar esta situación convirtiendo el mercado en “legislador espontáneo”.   En toda vanidad existe un delirio o una ensoñación que se ha colado entre las realidades del día a día. Muchas veces esa superstición no desaparece ni con la muerte de aquel que creía haber sido tocado por el dedo de Dios, pues su historia será convenientemente ajustada al imaginario social por el colectivo de turno para que, en forma de mito,  continúe alimentando la  moda cultural. En cualquier caso, el tipo más común de alucinación expectante es el éxito y el único porvenir real o imaginario del solitario, como el del miedoso, el engreído o el fanfarrón, es el éxito. Éxito que el inquietante final feliz de Un profeta muestra como todo individualista forzoso -permítaseme el pleonasmo- es incapaz de considerar: principio de nada veraz, fin de sí mismo, hecho con vocación de ser efímero.   La cárcel es la obligatoriedad de ser sólo yo. Intramuros toda unión de personas es ficticia, interesadamente coyuntural. No hay compromiso, sólo colaboración. La sociedad sin libertad política es una cárcel y en ella todo compromiso es una forma de estafa, como todo éxito es sólo un privado y dulce paso más hacia la muerte.

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