Direcciones humanas (foto: Pensiero) Estado crítico A medida que aumenta la dimensión global de los problemas que debemos afrontar se hace más patente la insuficiencia del Poder para resolverlos. Incluso en la hipótesis futurista de un gobierno del mundo, la mayoría de las urgencias ecológicas, económicas y educacionales no podrían definirse ni jerarquizarse a causa de los nacionalismos culturales y de la atomización del saber.   La comunidad científica cuenta con la univocidad del lenguaje matemático o simbólico, y por lo tanto, puede brindarnos un magnífico ejemplo de intercomunicación que, pese a las prioridades estatales de la investigación, ofrece frutos apreciables en aspectos tan determinantes para el futuro de la humanidad como el control de las enfermedades o el empleo de la cibernética en sistemas de inteligencia artificial con memoria universal. Pero estos ejemplos alentadores difícilmente pueden extenderse a los campos del conocimiento segmentados por barreras lingüísticas. Una comunidad intelectual no podrá superar las aduanas culturales mientras no se desarrolle, sobre las sociedades nacionales y regionales, una especie de universalismo intelectual sin fronteras emotivas.   Es más fácil conseguir un espacio político donde circulen libremente personas y mercancías que un espacio de respeto cultural a la libre circulación de ideas universales. La presión del consenso, que ya es insoportable para la expresión del disentimiento en la esfera nacional, se transforma en tiranía en el ámbito internacional: la noción misma de disenso carece aquí de sentido. Lo que ha permitido y legitimado la historia ha sido el disentimiento de Estado, del que la guerra ha sido su forma natural de expresión. Desde el final de la Edad Media, y justamente cuando nace la idea de un derecho universal de gentes, la vida internacional ha sido gobernada por la cultura de Estado único sujeto de derechos en la comunidad mundial. Esta primitiva cultura vertical no está habilitada para manejar humanitariamente el poder de la ciencia y de las nuevas tecnologías. No es por ello asombroso que la inconsciencia de esta cultura estatal pusiera a la humanidad al borde del exterminio nuclear y del suicidio ecológico.   Hace dos décadas se concibieron esperanzas democráticas en la desaparición de las formaciones culturales y las ideas estatales que se fraguaron contra el movimiento marxista, y que han sido utilizadas como pretexto para neutralizar el disentimiento cultural en las sociedades civiles y justificar las “formas” de gobierno en los países europeos. Sin embargo, el proceso tecnocrático de la unificación europea ha reforzado el despotismo oligárquico.   Lo que sí produjo la brusca disolución de la política mundial de contención fue una simultánea aceleración de los movimientos de expansión y de contracción del poder de los Estados. El fenómeno moderno de las empresas transnacionales venía denunciando la falta de correspondencia entre la potencia de las grandes sociedades de utilidad privada y el poder de las sociedades políticas nacionales, entre la capacidad económica y la jurisdicción estatal. Levantado el muro de la contención militar, la potencia política recupera su tendencia a extenderse o contraerse, conforme al espacio vital demandado por el poderío mercantil.   Los dos modelos de organización política que nos legaron la revolución liberal y la emancipación colonial, la Nación-Estado y el Estado-Nación, han entrado en una fase de aguda crisis. El ímpetu de las fuerzas económicas, comprimido durante la guerra fría, derrumba la débil protección jurídica de la falla del sistema, dando sentido direccional al aparente caos de los seísmos políticos que han sacudido al mundo.   El desconcierto de los gobernantes, a remolque de acontecimientos que no dirigen ni comprenden, está causado por la falta de correspondencia entre el nivel universal alcanzado por el poder de la economía especulativa y de la información manipulada y el nivel particular donde permanece estancada la soberanía de los Estados, cuyo “poder supremo de mandar” ya no se traduce en la capacidad de tomar decisiones propias, como evidencia el tornadizo Zapatero.   En unos tiempos donde las cosas públicas siguen siendo las que el hombre hace para ocultar lo que es y lo que no sabe, estamos muy lejos –quizá a una distancia insalvable- de que la impotencia de la particularidad política para dominar la universalidad económica y ecológica oriente la crisis general de los Estados hacia la constitución, por fases de concentración en grandes unidades de soberanía, del Estado universal.

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