Durante el siglo XIX los grandes maestros franceses emprendieron la valoración de los tesoros que contiene el Museo del Prado. Vermeer entró en el santuario del arte a raíz de su descubrimiento por la crítica decimonónica francesa –Gautier, Goncourt, Thoré-Bürger, etc.- y especialmente por la pluma de Marcel Proust, que convirtió a Swann en un estudioso de la obra del artista holandés. Y la maestría de Turner, de quien podremos ver una exposición en el Prado dentro de unas semanas, fue considerada en primer lugar por Monet en 1870.   El artista entresaca de las sombras del devenir una parte de la realidad para ponerla bajo la luz de su creación. Si el rechazo de lo real es absoluto, su obra devendrá puro formalismo, y si reproduce o exalta la realidad tal como es, caerá en el realismo más chato. Los grandes pintores de paisajes no los pintan, sino que los recrean o incluso inventan, según su forma de verlos o de escoger un cristal para mirarlos: a lo largo del siglo XVIII algunos ingleses, en sus viajes por Italia, adquirían un cristal de color ámbar dorado para distinguir paisajes de Claudio de Lorena.   En el fluir perpetuo del devenir el propio Heráclito establecía un límite simbolizado por la diosa de la mesura, Némesis, fatal para los desmesurados. Pues bien, la mirada acuática de Turner domina tanto la violencia del oleaje, el vértigo de los acantilados y la infinita incertidumbre del océano como la serenidad y el amable rumor de las aguas.   También encontramos en este pintor una premonitoria visión de la contaminación que amenaza a la naturaleza: el Támesis es un río dañado por la polución y Londres está cubierto por unas nubes plomizas que parece que van a descargar una lluvia venenosa; asimismo, la podredumbre de la laguna veneciana -a la que se acercó Turner atraído por la fuerza del mito de una ciudad ideal-, anuncia la plaga de la muerte: la disolución de sus acuarelas y óleos está en consonancia con el mundo en descomposición que observa.   No está muy lejos el imperio de la abstracción pictórica, la desaparición de la figura y el cuadro en la Historia del Arte. La confusión actual que acepta el estéril nominalismo de llamar arte a “a todo lo que llamamos arte”. Una sociedad de consumo sumida plácidamente en la insignificancia más estólida que corre tras las baratijas que ponen de moda los críticos al servicio de la industria cultural, y con las que trafican los mercaderes del arte contemporáneo.

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