A nadie se le oculta que el verdadero poder en el Estado de Partidos reside en los partidos nacionalistas. Tal cosa se adivina bien en el papel aparentemente secundario que tienen durante épocas de relativa tranquilidad, y el papel decisivo que cobran en momentos de crisis como el actual. Ya pueda Rajoy desgañitarse pidiendo un adelanto de las elecciones, que tal cosa no supondrá un verdadero ataque al gobierno hasta que los partidos nacionalistas, en pacto con el gobierno o no, se unan al coro. Entonces tiemblan los mismos fundamentos de la gobernabilidad. Lo mismo sucede con el Tribunal Constitucional. No importa cuánto trafiquen los principales partidos con la asignación de puestos a ideologías pretendidamente diferentes entre sí. Lo que decide verdaderamente cambios en la formación de este Tribunal inane y vergonzoso es que cualquier jefecillo nacionalista ponga el grito en el cielo porque sus peticiones no están siendo no ya escuchadas sino simplemente obedecidas.   Naturalmente no cabe más remedio que recurrir a la Constitución del 78 para descubrir el papel que se otorga a los partidos nacionalistas. Este texto-réplica de pasadas insensateces como la que produjo el Tercer Reich puso un peso descabellado en unos intereses-crápulas pensando que, de este modo, se compensarían las injusticias del nacionalismo español durante la dictadura de Franco. Asumiendo la buena intención de sus redactores, debería notarse que ya es hora de revisar tales supuestos, así como las fórmulas para llevarlos a cabo. El poder factual de los partidos nacional-regionalistas no es representativo de la sociedad civil. Además, cabe cuestionar que tales partidos sean esencialmente capaces de lealtad. La lealtad presupone una visión de conjunto que falta en los exclusivos intereses nacionalistas. El nacionalismo tiende a escapar de la política en tanto que sus programas no se basan en la razón sino en un vago sentimentalismo, cuna de ominosa arbitrariedad. Y, cuando no está controlada, del totalitarismo.   Nada más irónico que la abusiva desproporción del peso que tienen los partidos nacionalistas en ese sistema electivo nuestro llamado proporcional. Otra prueba más de que el régimen de poder actual no es capaz ni siquiera de cumplir con sus propias premisas. Y tanto o más que su inconsecuencia inherente, percibida desde fuera, será su propia inconsecuencia interna la que acabará por derrumbarlo.

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