(foto: Evgenij Chaldej)   De perdones y reconciliaciones   Uno de los efectos perversos de la Ley de la Memoria Histórica ha sido el de resucitar la propaganda de la “reconciliación nacional” alentada por el Partido Comunista de España una vez constatada la imposibilidad de que la dictadura de Franco cayese por un levantamiento popular. Una consigna perfectamente extraña al ámbito de la política, de marcado matiz moral y religioso; y acaso no sea casualidad que fuese, precisamente, el Partido Comunista el que introdujese en la lucha política un elemento eclesiástico como contrapeso al nacionalcatolicismo imperante. Ya por entonces el comunismo había desterrado, salvo brillantes excepciones como Antonio Gramsci, la funesta manía de pensar.   Un ejemplo de los delirios a los que puede conducir la absurda pretensión de atribuir culpas y responsabilidades, y ajustar cuentas con la historia, en lugar de limitarse a la fría descripción de los acontecimientos del pasado, ha sido la polémica sostenida en el diario EL PAÍS entre el expresidente socialista de la Comunidad de Madrid Joaquín Leguina y el eurodiputado socialista Carlos María Bru Purón. La pretensión de este último de que "junto a José Antonio, asesinado, debería reposar otra persona ejecutada por los rebeldes" (Contraste de pareceres, EL PAÍS, 3 de mayo) inevitablemente evoca la inclinación supersticiosa por lograr un equilibrio que, a setenta años de terminada la guerra civil, es de todo punto imposible, y sobre todo, indeseable.   Que los soterrados en fosas comunes o los tirados en cunetas reciban cristiana sepultura o el entierro que los ritos familiares prescriban es no solo un derecho irrenunciable sino, incluso, una obligación que este Gobierno se ha guardado bien de asumir, con una Ley de Memoria Histórica que le releva de toda responsabilidad en un cometido que queda en manos de la Justicia y de los agraviados que a ella recurran. Las movilizaciones públicas en defensa del encausado juez Baltasar Garzón no han subrayado, por puras servidumbres pragmáticas y partidistas, las deficiencias de una ley nefasta que tiene gran parte de responsabilidad en el problema legal originado por las iniciativas del juez. A cambio, la obsesión que une a tirios y troyanos por escenificar alguna suerte de "reconciliación nacional" debe denunciarse como una intolerable intromisión de la sociedad política en algo que, de ser lícito, correspondería en exclusiva a la sociedad civil. Las atribuciones que ilícitamente se arroga la clase política son causa y consecuencia, en un proceso de mutuos condicionamientos, de la efectiva nulidad de la sociedad civil o de su nula influencia en la sociedad política. Por debajo de la evidente significación política de la guerra civil española, existen multitud de historias particulares, cada una con sus odios, rencores, perdones o reconciliaciones, que hacen que toda pretensión de "reconciliación nacional", o sea, reconciliación entre las dos Españas, entre dos abstracciones, sea un atropello que sólo pretende allanar la peripecia personal de los involucrados en aquella matanza y disolverla en un perdón colectivo, un "hacer las paces" entre dos espectros, dictado y escenificado por las autoridades. Quieren exorcizar el fantasma de “las dos Españas” pero lo necesitan como referente irrenunciable para sostener la monstruosidad de una imposible “reconciliación nacional”. Tal clase de manipulaciones constituyen la manifestación más notoria del oportunismo y de la cobardía moral de una clase política tan atrevida como desconocedora de la historia que reiteradamente trae a colación, incapaz de dejar de explotar un fenómeno que, más allá de sus causas y consecuencias políticas, tiene también una significación íntima y particular para quienes padecieron una catástrofe que ya no admite componendas. Por eso la reconciliación no es admisible en el ámbito de la política, sólo lo es en el ámbito de la moral o de la religión. Por eso no cabe una gran reconciliación – de la cual el entierro junto a José Antonio de "un asesinado por los rebeldes" sería sólo un indecente simulacro y una manifestación más de la tendencia necrófila española a remover y trasladar cadáveres por puras necesidades políticas del presente, sin atender a respeto alguno por los muertos- sino solamente miles de reconciliaciones personales, para quienes quieran reconciliarse. No para quienes no tienen derecho a perdonar en nombre de otros. A pesar de la solícita y no solicitada tentación redentora de los apóstoles de la “memoria histórica”.   La guerra aglutina a todos los combatientes de un mismo bando, sobrevivientes, heridos o muertos, en una “unidad de destino” en la cual todos comparten pro indiviso la titularidad de la victoria o la derrota. Allí donde las mutuas diferencias han arrastrado a los contendientes, volentes o nolentes, al campo de batalla, la fase de la discusión se ha terminado y ya solo impera la ley del más fuerte, es decir, el derecho de guerra del vencedor sobre el vencido. Que, por definición, es incompatible con toda idea de colectiva reconciliación. Ésta, si procede, se sustrae a la guerra como enfrentamiento violento entre dos colectividades y ya sólo puede remitirse al contexto de las múltiples tragedias particulares padecidas por quienes han tomado parte en ella. Se sustrae, por tanto, a la lógica de la guerra misma, que no entiende de individualidades ni de la singularidad de cada uno de los combatientes que forman la unidad indiferenciada y no en vano uniformada que constituye lo que genéricamente se designa como “carne de cañón”. {!jomcomment}

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