La captura de Barbanegra, de Jean Leon Gerome Ferris (foto: Wikimedia Commons) De repúblicas y piratas Cuando hablamos de piratas, a la mayoría de nosotros se nos viene a la memoria la imagen romántica que nos han creado las películas de Hollywood, como el Temible Burlón, el Capitán Blood, o más recientemente, Jack Sparrow de Piratas del Caribe. Antes del cine, influyeron en gran medida en esa imagen novelas como La Isla del Tesoro de Stevenson, o las sagas de Sandokán y el Corsario Negro de Salgari.   Sin embargo, la existencia de estos hombres distaba en gran medida de ser como se describe en tales historias. Aunque sí existe una pincelada de verdad en todo ese transfondo: el espíritu de rebeldía que guiaba sus acciones y que los había conducido en muchos casos a ese tipo de vida. La mayoría de ellos no eligió ser pirata por amor a la aventura y al riesgo (salvo excepciones como la de Stede Bonnet), sino porque las circunstancias del momento no les dejaron otra salida.   La verdadera edad de oro de la piratería se sitúa entre 1715 y 1725, localizada en la zona del Caribe (aunque no se restringió sólo a esos mares)1. Las colonias allí establecidas habían sufrido mucho a causa de la guerras precedentes, y los países del Viejo Mundo de los que dependían a menudo se olvidaban de ellas, salvo para recoger impuestos. No es de extrañar, por tanto, que fuera un caldo de cultivo ideal para la proliferación de los piratas, que llegaron a tener el control total de algunas de ellas como Nassau, donde contaban con el apoyo popular.   No hay que confundir aquí a los piratas con los corsarios: estos últimos estaban a sueldo de sus gobiernos y se les permitía desvalijar las naves de otros países por medio de la Patente de Corso. Los piratas se podrían considerar como ciudadanos libres e independientes, que se oponían a sus propios gobiernos, mientras que los corsarios medraban  a  costa  del  poder  establecido  en dichos gobiernos.   Pero quizá el legado más importante que nos han dejado es la forma de gobierno que se dieron a sí mismos. Una parte importante de estos piratas provenían de los barcos de la armada inglesa, donde el trato que recibían los marineros era cruento e inhumano. Y no estaban dispuestos a recrear ese sistema en sus embarcaciones. Así, pues, capitanes como Samuel “Black Sam” Bellamy, Edward “Barbanegra” Thatch o Benjamin Hornigold, tenían autoridad absoluta (otorgada por los demás piratas del barco) mientras estuvieran en combate. Pero el resto de decisiones se tomaban en un consejo general de la tripulación donde cada hombre tenía derecho a voz y voto, incluyendo qué barcos atacar, qué hacer con los prisioneros y cómo castigar las transgresiones. Los capitanes comían lo mismo que sus hombres y compartían sus cabinas. Además, la tripulación elegía también al segundo de a bordo, para mantener el control sobre el reparto equitativo de botines y comida. Si estaban satisfechos con su capitán, lo seguían al fin del mundo. Si no, lo deponían en un abrir y cerrar de ojos.   Del mismo modo, una gran cantidad de esclavos negros liberados en las incursiones de estos piratas se unieron libremente a las tripulaciones, donde eran tratados como iguales, sin importar el color de la piel. Al igual que tampoco importaba la nacionalidad o el sexo, como demuestra la presencia de piratas franceses como Olivier La Buse o mujeres como Anne Bonny.   Y todo esto más de 50 años antes de la Guerra de Independencia de las Trece Colonias. Por ello, tampoco deja de sorprenderme, aunque se trate de una mera coincidencia, que existiera también un pirata llamado Thomas Paine. ¿Quizá un antiguo antepasado del conocido intelectual y revolucionario?

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