Maruja Torres, ganadora del Premio Planeta (foto: Alejandro Amador) Intelectuales orgánicos Doña Maruja Torres, en su columna del 16 de abril en EL PAÍS, considera "ridículos", "tiesos y secos franquistas", a los magistrados del Tribunal Supremo que se disponen a enjuiciar al juez Baltasar Garzón. El espíritu del Estado de Partidos, de la partidocracia, de la inseparación de poderes, dejando a un lado sus funestas consecuencias en el funcionamiento de las instituciones, tiene también el efecto de maleducar a ciudadanos, políticos y periodistas que no solo califican de “democracia” aquello que no lo es, sino que también se muestran incapaces de deslindar la pura y simple justicia o injusticia del contenido de una reclamación de la sagrada forma jurídica en la que todo proceso debe ampararse. El monopolio de la violencia legítima se instaura con la sustitución de la venganza privada por la venganza pública, sometida a formas procesales. El Derecho ha sometido a la Justicia a forma y procedimiento para impedir que el ejercicio del derecho a la venganza de los particulares precipitase en la destrucción colectiva, en una guerra fratricida que disolvería en el marasmo a una comunidad organizada. Verdades estas que, para intuirlas, no se requiere una especial sensibilidad moral o jurídica, pero de percepción imposible cuando el previo posicionamiento en una querella que desprecia la cuestión formal es la única guía de tantos sesudos opinantes, arrebatados en santa indignación contra lo inconcebible de un juez sometido a su vez al ordenamiento jurídico.   Habrá que recordarle a doña Maruja Torres una serie de cuestiones perfectamente accesibles para todos: que una cosa es lo justo de los propósitos del juez encausado y otra la idea de que el juez no pueda, a su vez, estar sometido al Derecho; que la represión de la guerra civil y la posguerra llevadas a cabo por Franco y sus secuaces se amparó en algo tan espantoso y elemental hasta la brutalidad como el derecho de guerra del vencedor sobre el vencido, pero la persecución legal de los responsables y hasta la rehabilitación de las víctimas de aquellos crímenes ya no encuentra amparo en esa ley del más fuerte sino  en  las formas jurídicas propias de lo que tan pomposamente, y con expresión redundante, se llama "Estado de Derecho". Y que tales formas jurídicas han de ser respetadas, porque en ellas el Derecho encuentra su sagrada legitimidad, sin la cual se reduce a pura y simple justicia desprovista de forma y método. Que, en virtud de tales formas jurídicas, la legalidad del proceso instruido por Garzón puede ser examinada por los tribunales. Que el hecho de que bajo ese examen se oculten maniobras políticas de sectores identificados como de "extrema derecha" no disminuye un ápice la necesidad de respetar esas formas en las cuales delincuentes, fascistas, demócratas, violadores, pederastas, apolíticos, terroristas, ciudadanos todos, están amparados.   Doña Maruja Torres tiene a bien recordar a los magistrados del Tribunal Supremo el buen hacer profesional de los periodistas de lo que ella llama las "democracias consolidadas", que tienen la funesta manía de preguntar hasta la saciedad y no soltar la presa hasta que se consideran pagados. Pero esta saludable referencia debería enviarla no solo a los jueces sino también al periódico EL PAÍS, la empresa en la cual escribe, lo mismo que a cualquier otro periódico nacional. Porque, en efecto, si en España los periodistas adoptaran esa manía tan saludable de preguntar hasta el agotamiento, si los intelectuales del Régimen –no importa si del Gobierno o la Oposición, al cabo parte y necesaria contraparte de un único mecanismo- y de paso reflexionaran prescindiendo de posturas preconcebidas, este debate alcanzaría un nivel del que carece, evitando así presentarlo como un conflicto entre "demócratas" y "conservadores", "franquistas" o "fascistas".   El rigor en el respeto a la ley, y el saludable ejemplo del periodismo de las "democracias consolidadas", deberían imponer un mayor nivel de autoexigencia por parte de los intelectuales, los escritores o los diarios, entre los cuales se encuentra EL PAÍS, cuyo escaso rigor profesional y la ausencia de la más mínima honestidad intelectual permiten colaboraciones monstruosas, de un repugnante tono chulesco y justiciero, como la descrita.

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