Hay tejidos conceptuales creados con una sola palabra, como ecología (de Haeckel, 1948), eugenesia (de Galton, 1883) o cibernética (de Wiener, 1948). Pues bien, las personas que únicamente conocen la economía política por argumentaciones a posteriori, tienden a suplir las explicaciones causales de los fenómenos sociales con simples palabras que iluminan repentinas visiones del mundo: “competitividad” es una de sus preferidas.   Rebosante de sapiencia europeísta, don Felipe Gerundio de Campazas ha confirmado que España ya es “de los últimos de la clase”: evidencia que está al alcance de cualquier peatón. Sin embargo, el cuate de la primera fortuna del mundo (Carlos Slim) presume de dotes anticipatorias: antes de que estallase la burbuja económica y financiera “el país estaba extraordinariamente apalancado”, es decir, vivía por encima de sus posibilidades sin corregir los desequilibrios estructurales. España perdía así “competitividad” en la economía global aunque su economía creciera y se crease empleo.   Sacada de su contexto deportivo (competición) o cognitivo (competencia), y fuera del espíritu agonístico de la cultura anglosajona, la exacerbación de la rivalidad entre contendientes que aspiran a lo mismo (competitividad) no se traduce, en los países latinos, por un afán de superación en el modo de producir bienes y servicios (productividad) o lo que es lo mismo, por una economía de esfuerzo en la relación del sujeto con el objeto de su trabajo. Aquí, donde se llama “concurrencia” a la competencia mercantil, la competitividad se entiende como agresividad para eliminar a los competidores o directamente suprimir la concurrencia misma. ¿Para qué aventurarse en una empresa incierta de competencia con los demás cuando se puede prescindir del mercado por medio del tráfico de influencias y del monopolio de la arbitrariedad en la concesión administrativa?   En un país cuya tradición ha sido, precisamente, la de despreciar la concurrencia económica, para adquirir riquezas y potencia en el mercado político, y la de minusvalorar la competencia profesional para buscar seguridad en el hipertrofiado mercado burocrático de oposiciones y concursos a los empleos del Estado, la meta ideal de la competitividad consistirá en dejar una sola empresa por sector que compita con las extranjeras. Con el concurso de los partidos estatales hegemónicos y con la radiante imagen y los buenos oficios/servicios exteriores que presta el influyente Juan Carlos I, Emilio Botín y Florentino Pérez podrían abanderar ese proceso autóctono de superación de la crisis.

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