Ningún régimen político puede mantenerse mediante la fuerza bruta o sus formas jurídicas de expresión. Aunque todo Estado, por definición, es de Derecho, la ley, esa opinión coercitiva del grupo social preponderante, no garantiza la servidumbre voluntaria sin el concurso de la creencia colectiva en la “superioridad”, o al menos, en la utilidad de los poderosos establecidos. El Gobierno, como instrumento de canalización de la fuerza estatal, fija la dominación social. Y la hegemonía cultural, organizando las creencias de la sociedad civil, ordena la obediencia generalizada.   Las elecciones definen una hegemonía política que, por la naturaleza de las cosas oligárquicas, se separa de la autonomía de la sociedad civil y se incrusta en la pura fuerza del Estado. Si la creencia colectiva en la superioridad intelectual y moral no acompaña a la hegemonía electoral del partido estatal vencedor, éste tendrá poder para dominar a la sociedad, pero no la capacidad de dirigirla. Un gobierno, entonces, con potestad pero sin autoridad, tiene que recurrir a medios represivos de la inteligencia y de la verdad (propaganda y manipulación mediáticas a mansalva) que le den, con el temor, la aquiescencia que la amable confianza en la hegemonía cultural no le puede otorgar.   La situación política del momento español está marcada por una profunda crisis de confianza moral e intelectual de la sociedad civil en el grupo de profesionales del poder que ha ganado las últimas elecciones. Esta crisis de la hegemonía cultural limita las tareas del gobierno a la inercia burocrática y a las faenas represivas del Estado, y a empeñarse en demostrar que los que ambicionan el Ejecutivo, desde la otra orilla estatal, no merecen la confianza que se le niega al partido gubernamental.   Entrevistado por sus periodistas de cámara, el presidente ha confirmado que no es ningún consuelo que nadie viese venir la crisis, aunque él siguió sin verla cuando ya la teníamos encima. Zapatero, pues, aspira a durar (hasta que pueda cederle el poder en las mejores condiciones posibles a uno de sus compadres) no ya porque se crea el mejor sino porque está convencido de su habilidad para retener la hegemonía negativa, extendiendo la creencia de que en todas partes y partidos reinan la imprevisión y la incompetencia. El mal de muchos no ofrece el menor consuelo a unos ciudadanos a los que se toma por tontos, pero puede convertirse en un premio redoblado para los gobernantes listos.

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