Aunque Robespierre terminase por recurrir a una especie de “Legislador Inmortal” para sancionar la Revolución, la pretensión fundacional de los jacobinos estribaba en sustituir el principio de legitimidad divina que atesoraban los reyes por la trascendencia de una voluntad general y omnipotente. El nacimiento de esta divinidad era incompatible con la blasfema existencia de una realeza que deviene, frente a la verdad perpetua del principio de la soberanía popular, crimen eterno.   Ya ni siquiera son tolerables las pequeñas profanaciones de esa “cosa sagrada e inviolable” que está por encima de todo; Saint-Just dio con la fórmula, incorporada desde entonces a todos los catecismos de las tiranías: “Un patriota es el que sostiene la república en masa, cualquiera que la combate en detalle es un traidor”. O como se corea desde los púlpitos de la revolución cubana: “Patria o muerte”.   Antes de poder enjaretar a los cubanos sus peroratas desde la tribuna de Jefe Supremo, Fidel Castro, que provoca esa fascinación propia del romanticismo más siniestro, ya lanzaba, encaramado sobre un pedestal portátil, proclamas inolvidables: “La Historia me absolverá”; o esa clase de razón histórica que, además de juzgar al mundo, lo guía hasta el reino final de la igualdad. El determinismo histórico o el mesianismo “científico” puesto al servicio de una profecía de imposible cumplimiento, pasó de artículo de fe a principio de autoridad, mediante el cual se somete la libertad colectiva y la inteligencia crítica al sostén de un poder arbitrario.   Conforme a la doctrina marxista, la maquinaria estatal deja de ser necesaria tan pronto como ya no haya clase social que mantener oprimida. Al tomar posesión de todos los medios de producción, el Estado se afirma como el representante de la sociedad entera hasta llegar a la fase suprema del comunismo, donde ya no tendrá razón de ser. Mientras, tal como precisó Lenin, el ejercicio dictatorial del Poder resulta imprescindible para reprimir la resistencia de los explotadores y dirigir a las masas en la ordenación de la economía socialista.   La dictadura del proletariado caribeño no sólo precisa de la maza estatal para reprimir la insurgencia interior (homosexuales, poetas, albañiles, etc.,) y aplastar cualquier posibilidad de explotación, sino que también ha de sostenerla firmemente frente a la presión del cercano imperialismo. Por lo tanto, para preservar la justicia social de la que gozan los cubanos, el régimen castrista ha de aniquilar toda clase de libertad, recurriendo a la injusticia, el crimen y la mentira.

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