Ciudadanos y extranjeros El proceso de constitución de la ciudad/civilización entraña la desaparición de la hospitalidad con los forasteros que se usaba en las comunidades gentilicias y sociedades tribales con el fin de establecer deberes de reciprocidad o de protecciones mutuas (“hoy por ti, mañana por mí) en un ambiente de hostilidad permanente. La “polis” griega y la “civitas” romana no precisan de la xenofilia sino de la xenofobia para dar a su naciente ciudadanía un intenso sentimiento de superioridad sobre los huéspedes foráneos. Los ciudadanos poseerán la jactancia propia de los vencedores que han conseguido ascender a formas de vida más prósperas y organizadas que las de los bárbaros, que ya sólo entran o “caben” en la ciudad como esclavos o indigentes.   El aglutinar sentimientos de nueva identidad nacional, la xenofobia es de una enorme utilidad para la cristalización estatal, como podemos apreciar en nuestra propia historia, con la expulsión de judíos y moriscos. Por otro lado, en la disgregación de algunos Estados, el nacionalismo basa su impulso vital en el odio indígena contra los que se convierten en elementos foráneos que introducen factores “patógenos”: lengua o religión extrañas, características étnicas impuras, parasitismo económico, etc.   En la creación del Estado nacional por la Revolución Francesa, el terror institucional se prodigó sobre los residentes de procedencia extranjera, sospechosos de simpatizar con el enemigo exterior. Con el Nuevo Régimen, los súbditos del rey absoluto se transforman en ciudadanos de la Nación política, en la que refulge la nueva superstición de la soberanía popular, una vez oscurecida la legitimidad de derecho divino. El concepto de ciudadanía queda asociado al de nacionalidad política.   Pues bien, a raíz de la acogida y empadronamiento de extranjeros, los gerifaltes de los partidos estatales, encaramados al desbarajuste legislativo creado por ellos mismos, han tenido la oportunidad de expresar su solidaridad con el género humano. Algunos han dejado atrás al aliancista civilizador por antonomasia para erigirse en promotores de un proyecto más fantasioso: la cosmópolis, donde cualquier hombre tendrá la condición de ciudadano del mundo: “por encima de todo, hay que garantizar a todo ser humano su condición de ciudadano” (Patxi López). Por su parte, el pío Rajoy, cuando habla de “derechos garantizados por la condición de ser humano” debe de estar pensando también en una ciudad universal, donde todos estemos destinados a integrarnos, sin necesidad de ningún contrato: la Ciudad de Dios.

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