Hot spring, Yellowstone (foto: Kris Taeleman) El manantial El manantial brota en un garito del Japón. En este país, en esta ciudad y en este sucio antro, los bebedores no se contemplan; la costumbre manda mirar hacia la barra y el narrador, que llevaba ya unos buenos veinte minutos bebiendo, respeta las costumbres que no conoce. En esa posición se encontraba, solo, cuando entró un segundo cliente que tomó asiento junto a él y, nervioso, pidió sake con atajo al olvido. Le fue servido de inmediato. Poco después llegó un caballero que, dejando el sombrero sobre un taburete, se situó a la vera del agitado parroquiano.   El vaporcillo tibio estaba ya en la frente de los tres bebedores cuando el segundo cliente, ahora ya con apariencia angustiada, rompió a llorar. Sólo había un cacillo vacío entre los dedos de aquel hombre, así que las lágrimas no eran de alcohol. Pasó un tiempo corto, pero muy largo en incomodidad, hasta que el tipo distinguido preguntó al llorón qué le ocurría y este, cuando pudo enjugar los sollozos, respondió que había perdido la juventud. Transcurrió otro instante muy lento.   De pronto, saliendo del sake, la voz del señor que había preguntado, se escuchó muy cerca de cualquiera: “eres tonto, la juventud no está en el tiempo, ni en la carne de los seres vivos; la juventud es el rostro de la libertad”. El otro cesó de gimotear al instante y quedó pensativo. En un respingo que disipó la compostura ambiental se dirigió al caballero y agarrándolo por la manga imploró que le dijera cómo podía encontrar esa juventud, cómo podría reconocerla si la veía. Entonces, el sabio apuró la tacilla mientras se levantaba y se puso el sombrero: “Siempre serás viejo, como siempre lo has sido. Me pides que describa los efectos de lo que no deseas, quieres disfrutar del regalo de la libertad siendo esclavo”. Después cogió una servilleta, sacó un bolígrafo del bolsillo interior, escribió algo en ella, la depositó frente al hombre que buscaba la juventud y se marchó lentamente. El angustiado buscador quedó ahora en silencio, impasible, mirando al frente pero viendo sólo sus pensamientos. Sin tan siquiera reparar en el pedazo de papel que había ante él, salió por la puerta en estado de trance triste. Cuando la camarera distrajo la atención, el narrador alcanzó sigilosamente la nota y leyó: “Nunca miente. Susurra lo propio, grita lo de todos”.

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