Se celebra estos días la XV cumbre internacional contra el cambio climático (hasta hace poco “calentamiento global”) en Copenhague que se convoca anualmente desde su primera edición en la ciudad de Rio en 1992. El encuentro reúne a los ministros de medio ambiente de 192 países y se espera la asistencia de más de 15.000 personas entre consejeros, diplomáticos y periodistas, que el diario británico The Telegraph titula “1200 limusinas, 140 jets privados y montañas de caviar”. Los sindicatos de prostitutas de Copenhague (sí, allí las prostitutas pueden asociarse en sindicatos) en respuesta a una nota del consejo a los asistentes en la que se leía “be sustainable, don’t buy sex” (sea sostenible, no compre sexo) han instado a sus 1400 trabajadoras que ejerzan el libre comercio con cualquiera con acreditación de delegado de la cumbre.   El término “cambio climático” es de por sí redundante. El clima es un sistema caótico en cambio constante. La supuesta gravedad de la situación actual, el problema, es la pretendida pero no probada influencia de la creciente actividad industrial, sobre todo por la utilización de combustibles fósiles (carbón y petróleo) en el calentamiento global de la temperatura media de la atmósfera debido al “efecto invernadero”. Para establecer y coordinar una política común contra el calentamiento global, la Organización de Naciones Unidas (ONU) creó el Panel Intergubernamental contra el Cambio Climático (IPCC, de sus siglas en inglés). El consenso climático establecido en el seno del IPCC, que no es un instituto científico sino una institución política, consiste en que el aumento exponencial del gas dióxido de carbono (CO2) generado por el hombre es el causante del calentamiento global. Establecido el consenso, comenzaron a fluir las subvenciones para generar la literatura científica que demostrara las tesis establecidas de antemano.   Para ello los investigadores climáticos han generado modelos climáticos, que no dejan de ser algoritmos implementados en programas de ordenador que teniendo en cuenta millones de parámetros generan predicciones sobre los valores para los que hayan sido programados: la temperatura, el nivel de los océanos, la cantidad de hielo total, etc. Estos modelos han sido construidos para predecir el clima teniendo como válida la teoría del efecto invernadero. En función de cuáles son los datos climáticos reales, los que leen los instrumentos, hacen sus previsiones. Así, las noticias catastróficas que los medios de comunicación lanzan al público son los resultados de esas simulaciones informáticas.   Sin embargo, la teoría del efecto invernadero no es la única, y de hecho no es la más acertada. Según esta teoría, a mayor concentración de CO2 en la atmósfera, mayor ha de ser la temperatura. Pero los datos paleo climáticos revelan que en periodos antiguos han existido concentraciones hasta diez veces más altas de CO2 sin que se produjeran aumentos significativos de las temperaturas*. Además, la teoría del efecto invernadero predice que los incrementos de temperatura más acusados en la atmósfera deben darse en la troposfera, a unos 10 km de altura pero los datos recogidos por “globos sonda” y satélites refutan sin lugar a la duda la validez de esta teoría. Pero estas informaciones y muchas otras, como la evolución de la temperatura de los océanos, la incidencia de la actividad solar sobre el clima, la superficie helada del mar Antártico, sobre las que escribiré en sucesivos artículos no alcanzan al gran público, que queda sumido en la ignorancia y acepta el calentamiento global como una religión, y reza para que dejemos de emitir más CO2 como si ese fuera el problema.

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