El otoño de 2009 ha traído, además de las típicas enfermedades de esta época del año, otras dolencias que de vez en cuando parecen tener picos de contagio elevados. Afectan a individuos de toda clase y condición, independientemente de edad, sexo o creencia religiosa, y los síntomas comunes suelen ser el convencimiento de que todo lo que ocurre a su alrededor es producto de conspiraciones gubernamentales o de organizaciones privadas que manejan a su antojo nuestras vidas. Hace unos años se argumentaba (y algunos lo siguen haciendo) que los atentados del 11-S eran cosa de la CIA, que el SIDA no lo causaba un virus, sino que había sido diseñado para eliminar del planeta la población africana, y mi conspiración favorita procedente de los creacionistas: que los fósiles de dinosaurios han sido puestos ahí por irredentos darwinistas para poder demostrar la teoría de la evolución y denegar los 10.000 años de edad de la Tierra. Este año hemos tenido como protagonista a la gripe A y la oportuna vacuna inventada por las poderosas multinacionales farmacéuticas, que están lejos de ser oenegés pero tampoco son la reencarnación del diablo. La gente está tan ávida de creer en conspiraciones, que prefiere los argumentos defendidos por una monja en youtube a aquellos expuestos por organizaciones como la OMS o las publicaciones científicas más prestigiosas. Estas teorías conspiratorias dan mucho más juego a los medios de comunicación, que parecen vender más periódicos proporcionalmente a la alarma social que ellos mismos crean. El público en general prefiere los argumentos conspiratorios enrevesados (Hollywood es uno de los más fervientes inspiradores) que son siempre más interesantes que las explicaciones sencillas.   Este mes le ha tocado a la supuesta invención por parte de una parte del establishment científico y político de un calentamiento planetario causado por el hombre, que podría conducir a catástrofes climáticas, y que curiosamente sale a la luz días antes de la decisiva cumbre de Copenhague que intenta consensuar medidas globales para combatirlo. Quitando a un lado cómo se han conseguido los datos (robo y manipulación de comunicaciones personales entre científicos) que según los “conspiranoicos” echan por tierra una teoría bien fundamentada en miles de datos examinados independientemente por distintos organismos, usan casi como único argumento el “maquillaje” puntual de datos aparentemente contradictorios. Lo sorprendente es que alguien pueda pensar que los llamamientos de los líderes mundiales para alcanzar un consenso en materia de emisiones de CO2 para los próximos decenios, y las consecuencias que ya se pueden observar en algunos lugares del planeta como los polos, hayan dependido de la gráfica más o menos favorable que un científico en particular haya embellecido para ayudar en su argumento.   Ni la puesta en marcha del LHC ha creado un agujero negro que se tragará el universo, ni el calentamiento global es una invención de científicos deseosos de publicidad. Los hechos acaban por poner a cada uno en su sitio, y esta no será una excepción, con la diferencia de que en este caso el tiempo es mucho más que oro. Esta semana en Copenhague los líderes mundiales intentarán llegar a un acuerdo para combatir el problema global posiblemente más importante que la humanidad haya tenido que afrontar. De lo que allí se discuta y decida dependerá no solo el futuro de las próximas generaciones, sino también influenciará la forma e vida de las actuales. Como se dice comúnmente, hay trenes que solo pasan una vez en la vida, y el del cambio climático es uno que nadie puede permitirse perderse.

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