El Estatuto de Cataluña es flagrantemente inconstitucional. Basta mediana inteligencia, y conocer el significado de las palabras, para poder comprobarlo con la simple lectura de ambas Leyes. Todas las declaraciones acerca de este asunto, o sobre la esperada sentencia del Tribunal Constitucional, solamente tienen sentido si es sabido que el poder político no tiene por qué obedecer la letra de la legislación cuando ésta no coincide con su voluntad, al no existir institución con poder independiente para obligarle.   El maremágnum que se ha montado con la editorial conjunta de los periódicos catalanes, y la seguida respuesta de la prensa nacional, es el corolario de la inconstitución nacional más allá del reparto proporcional de las instituciones entre los partidos estatales del posfranquismo. A resultas del mismo, añadida la definitiva deriva nacionalista del PSC y la estupidez de Zapatero, la clase política catalana consiguió el Estatuto de marras, que reproduce la partitocracia del 77 en Cataluña, pero cuya novedad se encuentra en que establece una relación de bilateralidad con España, dejando la última palabra a la Generalidad. Tan sólo el Constitucional podría acabar, al menos en parte, con semejante delirio, de ahí que la prensa regional se lance a deslegitimar al tribunal y a conjurar el fantasma de la reacción popular por si el fallo resultara contrario en lo sustancial.   Algunos periódicos nacionales —los hay que no ven en esto ningún problema— arremeten por ello contra sus colegas catalanes, olvidando que apelar al miedo y los editoriales conjuntos fueron en su momento —y así lo percibe ahora la clase política catalana— un recurso común para lograr el dominio de los partidos durante la Transición. A continuación, hacen piruetas para poder justificar el actual orden político, agarrándose al clavo ardiendo del recurso a resolver para no tener que explicar por qué y cómo es posible que el Parlamento español haya aprobado, y el Jefe del Estado sancionado, una ley orgánica tan manifiestamente anticonstitucional como lo es el Estatut. En la defensa del Alto Tribunal, se invoca la separación de poderes, aunque implícitamente termina reconociéndose que ésta es imposible.   Así, en el editorial de EL MUNDO se responde a la acusación de los medios catalanes señalando que “no es culpa de los magistrados sino de los partidos que no se han puesto de acuerdo para renovarlos”; ciertamente, se trata de los mismos partidos cuyo quórum ha propiciado tal desaguisado, ¿acaso el verdadero problema no es que estas organizaciones puedan campar a su capricho, y su remedio una verdadera constitución con separación del poder en origen? ¿Por qué nunca se propone entonces la solución final?

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