Sostiene Montesquieu que si un régimen puede arruinarse por una causa particular, había ya una causa general previa que podía producir tal efecto. Si Javier Pradera hubiera tenido en cuenta esta máxima, no incurriría en las graves inconsistencias vertidas en su artículo “Dilemas del Constitucional” publicado en EL PAÍS el 18 de noviembre: “Desde que perdiera el poder en las elecciones de 2004, el PP -minoritario en el Parlamento- trató de convertir al alto tribunal en un legislador positivo sometido al control de la oposición y encargado de modificar -como simulada tercera Cámara- las normas aprobadas por la mayoría del Congreso; los populares atribuyeron una función subordinada análoga al Consejo del Poder Judicial (CGPJ). Las consecuencias han sido catastróficas: las dos instituciones, obligadas por mandato constitucional a operar al margen de la lucha por el poder y de la lógica de los partidos, han ido perdiendo paulatinamente su papel al servicio de los intereses generales del Estado de derecho para convertirse en instrumentos puros y duros de las contiendas partidistas. La circunstancia de que los magistrados del Constitucional y los vocales del Consejo General del Poder Judicial sean elegidos por la mayoría cualificada del Congreso y del Senado deja en manos de los grupos parlamentarios del PSOE y del PP las llaves para la designación de sus miembros y multiplica el riesgo de nombramientos sectarios que sacrifican la profesionalidad, el mérito y la independencia a la disciplina partidista”.   Si las acusaciones vertidas contra el Partido Popular son ciertas o no, ello solo puede importar a quien se obstine en alejar el humo sin apagar el incendio. Suponiendo que la queja responda a la realidad, la causa particular de las actuaciones del Partido Popular viene dada por la causa general que el propio Javier Pradera enuncia: el peso decisivo de los partidos políticos en el nombramiento de los magistrados del alto Tribunal. Quien no quiera el efecto, que suprima la causa. Detectada la causa, el efecto es un episodio más para entretener a tertulianos, periodistas y columnistas incapaces de situar la discusión fuera del terreno de juego definido por unas reglas que provocan efectos perversos. La causa general establecida por la propia Constitución Española, confrontada con el mandato constitucional de “operar al margen de la lucha por el poder y de la lógica de los partidos” evidencia la contradicción interna de una Constitución cuyo desarrollo solo puede conducir a su colapso. Pero Javier Pradera tiene razón, su exposición es frágil pero impecable. Impecable porque, precisamente, la fragilidad de la argumentación es reflejo de la fragilidad de las instituciones españolas. De la Constitución “que nos hemos dado”. Y que en breve estaremos nuevamente conmemorando.

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