Se ha comprobado que la diferencia genética entre los grupos humanos, aunque sean tan morfológicamente dispares como un inuit y un masai, es insignificante; resultando ésta mucho más acusada entre, por ejemplo, dos poblaciones de chimpancés que viven a poco más de un centenar de kilómetros. Las evidentes diferencias de desarrollo entre las diversas sociedades humanas no son, por ende, achacables a una mayor o menor inteligencia asociada a los colectivos étnicos, sino que se deben a una combinación de factores ambientales e históricos, tan alejados de la voluntad o la previsión de los hombres en el momento en el que se asentaron en una u otra región del planeta, que responden en primer lugar a la fortuna.   Por momentos, en España ha triunfado, y todavía sigue en cartel, la idea de que el apreciable retraso respecto a los países de nuestro entorno se debe al propio carácter español. El desastre del 98, en un tiempo en el que la creencia en el destino de las naciones estaba tan de moda, fue interpretado como nuestro fracaso histórico. El económico se hizo entonces evidente, y el político fue atestiguado por la guerra civil y la larga supervivencia del franquismo. Y no se trata de que tal forma de pensar socave nuestra autoestima como pueblo, habiendo disparado los nacionalismos periféricos, como de que sea una falacia que además no nos ha reportado más que perjuicios.   La inferior calidad del agro, una orografía montañosa, el relativo aislamiento natural y la extrema posición fronteriza, son factores decisivos que han condicionado nuestro devenir. El caso es que la presión demográfica nunca resultó lo suficientemente potente como para buscar nuevas formas de intensificación de la producción que estimularan el ingenio tecnológico. Tampoco abundaban las oportunidades comerciales exteriores, pues carecíamos de un espacio común terrestre —como las repúblicas italianas del norte respecto a Europa central— o marítimo —como el caso del mar del Norte y el Báltico, o el Mediterráneo oriental hasta la irrupción de los turcos, ya que el occidental estaba asolado por la piratería berberisca y las islas y costas eran nuestros propios dominios— para poder transportar mercancías. Así, pequeños estados más avezados en la actividad mercantil y financiera, con una nutrida red de informadores y leyes que favorecían el comercio y los cultivos y manufacturas protoindustriales, sacaron mayor beneficio del tráfico colonial, obteniendo una ventaja decisiva. Por si fuera poco, cuando el concepto jurídico-político de nación, enarbolado como legitimación del estado, fue forjando su significado actual, estábamos en franca decadencia. Tales circunstancias, y no la mala calidad de parte de sus gentes, han supeditado la historia de España.

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