La etiología del comportamiento humano ha de ser necesariamente social. Aquí es posible apreciar las fuerzas que arrastran a los sujetos a actuar siguiendo ciertas pautas. Bajar a un nivel personal es la estrategia del “no-saber”, pues uno o pocos casos individuales suponen singularidades, que en todo caso jamás anularían la vigencia de la citada fuerza o fuerzas por el mero hecho de vencerlas en alguna ocasión. Gracias a un acuerdo colectivo podemos medir objetivamente cosas como, por ejemplo, las distancias o la temperatura. El metro (SI) y el grado Celsius se alzan autoritarios sobre la imagen particular de los individuos. Una discusión acerca de lo largo que se hace un viaje, o sobre las sensaciones térmicas, carece de valor, más allá de contrastar las diferencias personales al respecto, ante la terminante presencia de un mapa a escala o del termómetro. Sobre las percepciones se puede discutir, pero es inútil hacerlo cuando podemos medir el hecho en sí.   No hace falta ser muy espabilados para apreciar cómo la explicación personal de las conductas públicas está relacionada con el desprestigio de las unidades de medida. Sin los citados instrumentos, es fácil que un psicologismo individualista emborrone irremisiblemente la percepción de los fenómenos colectivos, evitando así cualquier diagnóstico imparcial que amenace el statu quo. En los asuntos del poder, de alguna manera se impiden definiciones objetivas de vigencia global para poder evaluarlo, no existiendo un recurso similar a los señalados metro y grado.   Este oprobio hacia la posibilidad de saber se fomenta en los Estados sin división real del poder. Las castas dirigentes utilizan unas instituciones sin control para colonizar lo civil y monopolizar el espacio público, generando en la sociedad las tendencias dominantes encaminadas a hacer creer a la mayoría de sus súbditos la ilusión de que son los dueños exclusivos de su propio destino, asegurando así su permanente perpetuación en el mando.   El fraudulento principio y forzosa conclusión que se nos presenta, no solamente destruye la verdad, sino que impide que la elemental lógica presida cualquier razonamiento, al tener que admitir que algo pueda quedar en suspenso ante cualquier presunción personal. Así se consigue un desinterés general hacia el “cómo” funcionan realmente las cosas, sustituyéndolo por las sensaciones particulares, que tienden irremisiblemente a gravitar alrededor del referente público oficial que premeditadamente se ofrece. Y una vez conseguido esto, toda reacción aparece como quimérica, por cuanto es imposible asumir la posibilidad de un espacio justamente compartido según una regla objetiva universal.

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