Corralito electoral Hemos asistido al tradicional despliegue de imbecilidades que epiloga todos los comicios de la Monarquía. A base de repetirse, semejante concierto de fabulaciones bufas apenas causa ya alguna impresión en el personal, debiendo engrosarlo, como peaje, todos aquellos a quienes se les ha permitido acceso al vigilado espacio público oficial. Su contundencia reside en la unísona persistencia, que termina por arrastrar a todos en la vorágine, haciéndoles vencer, suponiendo que lo tuvieren, su inicial pudor intelectual. Debe parecer que las energías populares se hayan gastado en algo más que en disiparse realimentando el reparto proporcional del poder entre los partidos estatales. Poco importa, se vuelve a demostrar, que sean las “europeas”.   (foto: euroformac) Cualquier exégesis de esta liturgia insustancial desemboca en una conclusión tan sencilla y racionalmente inapelable que resulta imposible de concebir, cuando no de proclamar públicamente, sin destruir la falacia de este Régimen. Porque solamente es posible ofrecer “valoraciones” o “interpretaciones” sobre la “voluntad” de un colectivo (entre comillas por ser las palabras habitualmente empleadas al respecto) precisamente cuando no hay forma de que la demuestre. Y la democracia tiene un modo previsto de hacerlo: la norma de la mayoría, o que la voluntad individual de la mayoría obtenga el rango de voluntad colectiva; lo cual aquí, bien se ve, no se estila.   En unas elecciones a un parlamento en las que cada grupo previsto de ciudadanos, llámese distrito o mónada, elija personalmente a su diputado representante mediante la citada norma de la mayoría a doble vuelta, únicamente los partidos políticos se interesarían por la filiación de los así elegidos, fundamentalmente para hacerse idea de sus posibilidades programáticas y buscar apoyos legislativos; pero jamás a título interpretativo de voluntades ajenas más allá del nombre y apellidos de los ganadores en cada distrito. Que toda la opinión pública, en todos los medios, en debates y tertulias, editorialmente y mediante firma, se dedique a especular, inmediatamente después de cada proceso electoral, acerca de qué es lo que quieren los ciudadanos, no sólo supone que no se pueda mirar más allá de la difusa y forzosa identificación ideológica con estas organizaciones, sino que es la demostración más contundente de que en España no hay democracia ni representación política.

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