Demóstenes, de Nouÿ (siglo XIX) Oratoria de cifras En un mundo sin humanidad en la política carece por completo de sentido el arte de la oratoria. Con micrófonos y cifras nadie necesita educar su voz para potenciarla, como Demóstenes a la orilla de las olas, ni usar la palabra para vehicular dignos sentimientos, como exigía Catón a la pericia en bien decir, propia de los hombres buenos (“vir bonus dicendi peritus”). A partir de Nixon, los personajes públicos se enmarcan en televisores caseros y se meten de medio cuerpo parlante en nuestros hogares, para que la antigua elocuencia de ideas perennes, conocimientos nuevos e ideales realizables sea sustituida por esa “verborrea, huera y ridícula filigrana” (Cicerón), que rellena los espacios de la perorata compartida, con gráficos de cifras sobre el estado de la economía, la sanidad, la educación o la nación, no cuantificable ni mesurable, que cada cual interpreta a su modo caprichoso en sentido contrario al de su contrincante. Como la que se escenifica en los Parlamentos europeos, esta vulgaridad galopante no es oratoria, ni retórica. Ha tenido que transcurrir casi medio siglo para que un orador se presente ante el mundo. El gran candidato Obama recuperó la oratoria ciceroniana junto con la eclesiástica. Y cuando el ex presidente Clinton le advirtió de que “si las campañas se hacen en verso, se gobierna en prosa”, le pudo replicar con Catón que “a quien se atiene a los hechos le fluyen las palabras”, o con el precepto del Arte de la poética de Horacio, “lo que se concibe bien se enuncia claramente, y las palabras para decirlo llegan fácilmente”. El arte de gobernar es inseparable del arte de hablar. Pero cada época cultural tiene su oratoria adecuada. Hoy sería ridículo retornar a los tenores de la grandilocuencia romántica que, sin radio ni televisión, llevaron a todos los pueblos del mundo el encanto sonoro de la palabra revolucionaria. Pero siguen estando en vigor los axiomas latinos de que bien decir algo es bendecirlo, y decirlo mal, maldecirlo. Tal como lo emplean los políticos, profesores, novelistas y periodistas, salvo excepcionales escritores que por eso no triunfan, hoy se dice mal lo que no es maldito y se dice bien lo que no es bendito. No se gobierna bien con palabras mal-ditas. La escala de valores es inversa a la del idioma de uso corriente. Y no es revolucionario quien no se subleva contra la degeneración de su propia lengua.

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