(Foto: Partido Socialista) En las sociedades que Weber llamó patrimoniales no se concebía que los cargos estatales fuesen nombrados atendiendo a la capacidad o competencia para ocuparlos. El nepotismo, la herencia de las plazas burocráticas o su compra, eran prerrogativas de los aristócratas, cuyo parasitismo es condenado por una burguesía que en el siglo XVIII abre el paso a una “nueva nobleza” del esfuerzo productivo; “a cada cual según su mérito”, dice Diderot, que propugna el concours aux places como mecanismo de selección racional para cubrir los puestos públicos.   En Francia, buena parte de los altos magistrados, y primeras figuras de los negocios y del mundo académico se han graduado en las grandes écoles. Y los que se convierten, tras una rigurosa formación, en inspecteurs de finances, están destinados a ser autoridades estatales de primer nivel. Pero esta acreditada especialización de la élite francesa no ha impedido la corrupción que conlleva la promiscua e incontrolada relación del dinero y la política.   Michael Young, en su distopía The rise of meritocracy, advierte que detrás del alabado triunfo de la meritocracia (y de la igualdad de oportunidades que sugiere) hallamos una educación superior expendedora de unos diplomas que garantizan un empleo bien remunerado y son pasaportes al éxito social, pero en la que el amor al conocimiento aparece como una rareza del pasado. Una vez en la cima, la elite meritocrática conserva su statu quo con medios ilícitos, determinando quiénes pueden entrar en el círculo del poder.   En España, el perverso procedimiento de selección de candidatos explica la nulidad de los diputados y la llamativa falta de calidad moral e intelectual de los dirigentes políticos y sus auxiliares. Tanto Zapatero como Rajoy dejan a un lado los méritos de sus empleados: lo que exigen de ellos es docilidad; algo propio de los que, encontrándose en una situación de privilegio por oportunismo, temen perderla por la competencia leal de colaboradores con personalidad y formación. Difícilmente habrá en el resto de Europa una sociedad política más cerril y desvergonzada que la española. La causa directa de este rebajamiento irrepresentativo está en el sistema electoral de listas de partido.

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