En la final de la Copa del Rey buena parte de las aficiones del Athletic de Bilbao y del Barcelona abuchearon la interpretación del himno nacional: algo cuya visión, los responsables de la retransmisión televisiva de ese acontecimiento deportivo, decidieron, con suma torpeza, ahorrarnos. Experiencias de esta clase vuelven a poner de manifiesto el emponzoñamiento nacionalista y la anacrónica figura de un jefe del Estado, que los vascos y los catalanes considerarían también suyo si pudieran, junto al resto de los españoles, elegirlo.   Pitada al himno (foto: Contacto Digital) Ortega, en su “España invertebrada”, reconocía que en varias ocasiones la periferia ha tenido razones sobradas para rebelarse contra el despotismo centralista. En el origen de muchas de las naciones existentes descubrimos pueblos sojuzgados (con sentimientos de identidad y referentes culturales que no comparten los opresores) que emprenden luchas de liberación motivadas por situaciones de sometimiento político y de expolio económico.   En el caso de los actuales movimientos nacionalistas, sería absurdo considerar una imposición la negativa del poder central a conceder el derecho a la autodeterminación a vascos o catalanes: nos vincula un mismo hecho de existencia nacional que no podemos cambiar a voluntad, como haría una pareja desavenida con su “proyecto de vida en común”; eso sí, todos carecemos de una libertad política cuya conquista sería indivisible. Y puestos a establecer comparaciones económicas, los secesionistas no pueden esgrimir agravios, precisamente. ¿Una lengua y algunas costumbres diferentes son motivos suficientes para alegar incompatibilidad de caracteres regionales y pedir la disolución del primer estado-nación propiamente moderno?   En épocas bárbaras, con grupos separados y hostiles, se tiende a la disociación. El Estado nacional se configura merced al fracaso del orden feudal y al hundimiento de los reinos de taifas. Y, ahora, conviviendo en el seno de la misma civilización, cuando se suprimen las fronteras entre las naciones de la Unión Europea, refluyen en éstas los nacionalismos interiores, con su ímpetu disgregador y sus nostalgias de edades medievales.

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