Todos al quiosco (foto: raiworld) En grados menores o mayores dependientes de un pudor al fin decretado por el mercado, el más fiel –por neutro– organizador de apetitos serviles, la inmensa mayoría de la prensa actual es sensacionalista. Y, ya puestos –habrá pensado algún astuto oligarca–, ¿por qué no hacerla gratuita y repartirla por todos los rincones, como sucedió con la prensa propandística de los regímenes totalitarios? Es incuestionable que hacer ruido es la mejor manera de no dejar oír las voces que podrían tener algo que decir de verdad.   No se trata ya de la omnipresente intromisión de la bendita publicidad, a la que incluso nuestra gloriosa universidad ha otorgado Facultad de estudios propia (cuyo origen sospecho que fue una especie de subcomité de propaganda –fascista o comunista– que el capitalismo después adoptó al apercibirse de su tremendo potencial). No. Tampoco se trata del discurso que, aunque conferido de cierto acento de seriedad, patina sin querer hacia lo vano y se coloca dentro de un cuadro aderezado de noticias más “light”, para solaz del aburrido. No.   Más bien se trata de que el falso emocionalismo es el alimento indispensable de la sociedad fantasma. ¿Quién puede decir algo recto, decente, serio, NORMAL, en medio de esta loca orquestación de zafiedad, medias verdades, mentiras puras y duras, y bagatelas? La sociedad que lo consume no tiene ni una sola oportunidad ni de generarlo ni de escucharlo. Y ella tiene culpa de permitir la situción, pues en lugar de prestar oídos al ruido podría, si no ya denunciarlo, meterse en la biblioteca a leer poesía. Pero no. Opta por asistir al vociferio, que alimenta pasiones vacuas. El sistema nervioso reptiliano adquiere su dosis y a dormir.   Así la civilidad de la conversación racional, del afecto mutuo y de los ideales morales compartidos se deteriora inexorablemente; se hunde en abismos cada vez más profundos de ignominia. Y aunque el potencial de recuperación humano es extraordinario, no podemos pasar nunca por alto que la vileza deja siempre huella. Algún día conquistaremos la libertad, y no sin compasión nos zafaremos de la inmundicia que ellos (nosotros hoy) dejamos a nuestros descendientes. Y durante la obra nos acordaremos del coste. Plega a Dios que garanticemos institucionalmente su permanencia.

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