El primer paso previsto del posfranquismo era la homologación política con “Europa” y la apertura de los “mercados”. Lo consiguió el PSOE del carismático Felipe González, previamente encumbrado por los líderes de la izquierda europea como la auténtica oposición democrática no comunista, apoyado en sus mayorías absolutas tras el 23-F. Después de pasar por el aro de la OTAN, tan enorme era el ansia y la urgencia por entrar en el selecto club, que el precio de la condena de un incipiente sector industrial español, que nunca podría así competir con los de los nuevos socios, y el frenazo del primario, al que se le prohibía expresamente hacerlo, fue celebrado como un éxito, a cambio del pájaro en mano de la financiación de los fondos de cohesión y del acta de adhesión.   España renunciaba así al desarrollo de la propia economía productiva, pero la clase política española, y los banqueros, ya podrían codearse con sus socios europeos. Desde entonces, ¿por qué invertir en mejorar la competitividad —independencia energética, patentes de diseños industriales, infraestructuras, equipos, fertilizantes, etc.— de un sector productivo propio sin expectativas de expansión de mercado, cuando todo esto le debía de llegar, y más rentable, del exterior? Así, se pusieron parches para ir tirando con lo que se tenía, adaptándose a las necesidades internas. Las devaluaciones de la peseta sirvieron para corregir los ataques de inflación congénitos de nuestra economía.   La población ya no podía continuar el estilo tradicional de vida. Al no poder criar tantos hijos como sus padres sin renunciar a su estatus socioeconómico, dedicaron la renta sobrante a un mayor consumo que revitalizaba el mercado interno, incluso hasta el reto de una segunda vivienda para las merecidas vacaciones. Y más con la forzosa incorporación de la mujer al trabajo (en el mejor de los casos, ¿por qué quedarse en casa con algún hijo, teniendo éste sus abuelos ociosos, perdiendo la oportunidad de mejorar los ingresos familiares?).   A finales de los noventa, gracias a la coincidencia del fenomenal consumo interno, el boom tecnológico y el comienzo del dinero barato, con la desaforada construcción apuntalando el maltrecho sector industrial, un bajo crecimiento del salario modal e incluso abaratamiento de la mano de obra poco cualificada gracias a la inmigración; el país de turismo y servicios triunfó. La disciplina en el gasto público permitió las condiciones de lo que quedaba al verdadero reto de los poderosos: el euro. O sea, la nivelación monetaria de la UE y todo su corolario de equilibrio, credibilidad internacional, nuevas fuentes de negocio y financiación y tipos bajos de interés asegurados (algo fenomenal para que la receta nacional asegurara un fuerte crecimiento). Fue ahora al PP a quien le cupo el honor de satisfacer a sus señores. Solamente un detalle, de aquí en adelante la política monetaria no respondería a las necesidades de nuestra economía.

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