Estado y Nación son realidades sociales y conceptos políticos unidos, pero diferentes. El primero concreta una autoridad irresistible sobre la población y los recursos naturales en un determinado espacio territorial, marítimo y aéreo. La segunda constituye el objeto material y moral de esa autoritaria jurisdicción estatal. Para ser auténtico, un debate parlamentario sobre el estado de la nación solo debería consistir en una revisión crítica y polémica de la situación y momento en que se encuentran las relaciones entre el Estado y la Nación, para determinar si la acción del gobierno en plaza fortalece o debilita la sociedad gobernada, dándole mayor confianza en sí misma en su desarrollo y menor dependencia de las intervenciones de la Autoridad, o si la hace sentirse necesitada de mayor tutela administrativa. Este punto de vista privilegiado permite, en los sistemas representativos, que se pueda examinar, sin prejuicios ideológicos o de clase, el grado de pertinencia o de impertinencia, de acierto general o de error sustancial, en el gobierno y en la oposición, para saber si aquél debe ser depuesto y cambiado por otro más conveniente a los intereses comunes.   Este debate, ilustradamente imparcial, no es concebible en un Estado de Partidos y de Autonomías, donde cada grupo parlamentario, y cada parcela de autoridad estatal, se ven forzosamente obligados, por la naturaleza de su condición, a cumplir el trámite de narcisista autobombo gubernamental y diatriba de adjetivos gruesos con los grupos opositores. Trámite burocrático que, por su propio diseño, aleja cada vez más de la realidad social y política a unos parlamentarios obsesionados con la conservación o el acceso al poder de sus jefes, sujetos a disciplina de partido e inconscientes de las dificultades acuciantes que aquejan a la mayoría de los gobernados. Aunque quisieran, estos diputados no podrían ser representativos de la sociedad civil ni de los ilusos votantes de listas de partido. Salvo en lo referente a la mejoría civil que implica para la sociedad vasca la pérdida del gobierno autónomo por el nacionalismo soberanista, el debate sobre el Estado de la Nación en 2009 ha vuelto a exhibir las carencias irremisibles de una clase política cerrada y ensimismada, pasmada ante la crisis económica y sin restos vitales de mesura, racionalidad, sentido común y decoro. Con mayor fundamento que en el primer Estado nacional emergente de la Revolución, el Estado actual de la Nación española expresa la dificultad de ser lo que de verdad es, un des-estado de partidos y autonomías que no puede durar sin represión de la libertad política.   florilegio "La realidad política dura mientras sea incomparable con la mejor posible."

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