Los escritores y los directores de cine han abordado el mundo de los piratas con una mezcla de fascinación y repulsión. Errol Flynn encarnó al corsario caballeresco o al aventurero romántico que navegaba como un halcón del mar: así eran denominados los capitanes que ejercían la piratería en el nombre de la Corona inglesa, con la finalidad de ayudar a llenar las arcas del reino; o bien al personaje que se hace a la mar a causa de una injusticia cometida por el poder: ese médico deportado a las colonias que se convierte en el Capitán Blood. A otros, se les representa con la mayor sordidez: asesinos siempre dispuestos a la traición, a los que sólo les mueve la codicia (por ejemplo, El pirata Barbanegra, de Raoul Walsh).   Piratas somalíes (foto: El_Enigma) Desde el Gobierno español, conscientes de que aquí la independencia judicial es tan etérea como ese aroma a justicia universal que despide la Audiencia Nacional, no ven en el asunto de los piratas somalíes capturados por la Armada en el curso de la “Misión Atalanta”, otra cosa que un embrollo jurídico que no tardará en solucionarse; desde luego, no piensan liberarlos, ni mucho menos devolverlos a Somalia, donde reina una brutal anarquía.   En Somalia, con una población sumida en la más absoluta miseria y una deuda externa inmensa, engrosada por la compra de armamento, distintas facciones luchan por el control de un territorio que tiene una posición estratégica, dada la cercanía de dos rutas esenciales para el comercio mundial. En las aguas de los más de 3000 Km. de litoral de este indefenso país (sin Gobierno, Ejército ni Guardia Costera) las flotas pesqueras de los países occidentales faenan en busca de atunes, camarones o langostas. Además, Somalia es un gran vertedero nuclear que acumula miles de toneladas de residuos radioactivos abandonados impunemente por grandes cargueros (véase la información de Johann Hari en “The Independent”).   El tiempo de los piratas ha pasado, decía el “respetable” Morgan en El Cisne Negro (de Henry King):”Ya son historia, ahora tienen que ceder paso al progreso”; o al “libre comercio” que hacen posible los grandes propietarios de flotas, que sortean las leyes laborales y fiscales de sus países de origen registrando sus embarcaciones con banderas de Panamá, Liberia, las Islas Marshall o Antigua y Barbuda.

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