Los espacios desolados, las caras retorcidas y los cuerpos mutilados que expresan el dolor que se inflige al ser humano o que emana de sus propias vísceras, no son tan conturbadores –a fin de cuentas, en el arte europeo hay profusión de asesinatos, ejecuciones y martirios- como la ausencia de pesadumbre y de testigos en sus cuadros: ninguna figura de las que pinta repara en lo que le está pasando a otra.   Francis Bacon, representando en sus obras el impotente sentimiento de lo trágico en un mundo despiadado, confesaba que cualquiera que haya vivido las guerras europeas se ha visto afectado irremisiblemente por la turbia atmósfera de miedo y desesperanza que reinaba en ellas. Sólo una humanidad a la que la muerte le ha llegado a resultar tan indiferente como sus miembros, es decir una humanidad deshumanizada, puede sentenciar a muerte por vía administrativa a incontables seres.   En este pintor, del que se cumple el centenario de su nacimiento, y cuyas obras han podido verse en El Prado, intuimos una profunda fascinación por el cuerpo humano, al que desmenuza con implacable rigor, y al mismo tiempo un agudo sentimiento de culpabilidad sexual. “No llego a ser tan violento como la vida”, decía Bacon, pero ¿no es la naturaleza otra cosa que un derroche de energía viva y una orgía del aniquilamiento?   La sexualidad y la muerte son esos momentos cruciales en los que la naturaleza actúa con ilimitado despilfarro, contrariando el deseo de durar propio de cada ser. Aunque estemos sumidos en importantes ocupaciones, o nos pongamos una venda en los ojos, o bien nos abandonemos a la ebriedad de la diversión, no podemos dejar de apreciar ese desmoronamiento o esa inminente desaparición que con crudas pinceladas reflejaba Bacon. Sin embargo, sólo la muerte garantiza ese incesante resurgimiento sin el cual la vida declinaría.   Cabeza VI, de Francis Bacon

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