Enamorados (foto: Johans_express80) Buen gusto El gusto comienza siendo algo natural, tanto en la especie como en los individuos. En su fase inicial no puede haber mal gusto, pues la naturalidad es consustancial a las funciones elementales de los seres animados. El buen gusto se adquiere por eliminación de lo repugnante, lo deforme y lo impúdico. Las reglas de urbanidad reprimen la naturalidad, en aras de convenciones sociales de las que, sin embargo, no puede derivar la personalidad individual del gusto. La formación de la sensibilidad estética procede de un recorrido de ida y vuelta a la naturaleza. La juventud exagera, para hacerlos más cercanos, los atractivos que encuentra en aspectos del mundo físico y de la sociedad que le pasman por su grandeza, o le tranquilizan por su placidez. Hasta que su repetida experimentación, sin algo personal que retenga el entusiasmo, le hastían. Es casi imposible el buen gusto juvenil. En la madurez, en cambio, se llega a la delicadeza en afinidades y emociones procediendo justamente al revés, o sea, eliminando de la naturaleza y de la sociedad todos los rasgos que obstaculizan la reproducción de aquellas emociones simples que marcaron el corazón de la infancia y de la juventud. Este es el secreto de la sabia y bella ingenuidad.   Pero la intuición tarda en descubrir el sentimiento único, por irrepetible, de las experiencias vividas con emoción juvenil, y que el deseo de revivirlas tiende a reproducir. Es inevitable, por eso, que haya huellas infantiles en las expresiones del gusto adulto, como un resto de inmadurez en las sofisticadas manifestaciones del buen gusto. La inteligencia intuitiva y la educación estética pueden elevar el rango del gusto instintivo, haciéndolo más afín a otros tipos de excelencia cultural. Pero siempre será el instinto natural quien seguirá eligiendo preferencias. De ahí la trascendencia de aquellas épocas, la primera infancia y la pubertad, donde se fijan las admiraciones culturales y las atracciones instintivas. La mitad de nuestras normas estéticas proceden de nuestros primeros tutores y la otra mitad de nuestros primeros amores. Esas experiencias originales, aun borradas o difuminadas por el recuerdo, marcan los cauces por donde discurrirán, como si fueran espontáneas, las inclinaciones al buen gusto. Un asunto de sana adecuación a la edad del instinto que elige afinidades sensitivas y a la cultura del carácter que produce acciones distinguidas.

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