Invitado por la Comisión para Asuntos Galeses de los Comunes, el muy republicano político monárquico, el muy izquierdista partidócrata e inquisidor cultural, Bernardo Joan -mandamás de Política Lingüística de la Generalidad-, pidió en Londres que le permitiesen bromear: (Para favorecer a la lengua catalana) a veces sería mejor no tener una constitución. Por supuesto, ante estas palabras, los medios de comunicación españoles no nacionalistas se han rasgado concienzudamente las vestiduras, pero la realidad es que, aunque la defensa de intereses particulares los enfrentan en apariencia, nuestros políticos -nacionalistas y constitucionalistas (y sus respectivas cortes mediático-financieras)- son del mismo signo: conservadores.   Bernardo Joan (centro) (foto: esquerra.cat) El conservadurismo político se caracteriza por la defensa irracional de lo que existe. Es una inversión del concepto “destino” hasta lograr dirigirlo al pasado; la negación dogmática de la humana expectación. El conservadurismo de derechas identifica el Estado con el orden público, de manera que para quienes lo encarnan nada puede ser peor que la destrucción de lo dado (lo Estado), por muy abyecto que pueda ser. El conservadurismo de izquierdas identifica el Estado con la igualdad. Tradicionalmente, igualdad económico-jurídica pero acompañada de igualdad étnico-folclórica en la izquierda tarada con nacionalismo. La igualdad étnico-folclórica, como ha demostrado la experiencia del nazismo, es una horrenda perversión. Raza y cultura sólo pueden convertirse en ideal político si son consideradas superiores e impuestas. El nacionalismo español de cualquier signo es más una requisito oportunista que una convicción identitaria. La identificación de acción política y Estado es lo que hace converger a todos los conservadores.   Don Bernardo necesita del cinismo humorístico para disfrazar las dos caras de la indignidad política que su partido representa. La primera, saber que precisamente la Constitución Española ha permitido que un grupúsculo como el suyo tenga renombre nacional, poder territorial y sueños estatales. La segunda, desconocer que sólo la identificación libertad-verdad permite que, dejando al Estado que cumpla su función psicológica como lo hace el “nosotros” con el que se aúna la voluntad de un matrimonio, el aparato institucional que lo formaliza esté arraigado (por pocos que hayan sido sus verdaderos ingenieros) en la sociedad civil.

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