No suelen importar tanto los hechos del pasado como el recuerdo, auténtico o no, que se conserve sobre ese pasado. A medida que nos remontamos atrás en el tiempo, al haberse extinguido la memoria directa, resulta más factible manipular la reconstrucción de lo acontecido para dar lugar a la receta de consumo adecuada al presente. Pero esta es una labor sólo admisible para los iniciados-autorizados al respecto. La enérgica tendencia señalada tendría un efecto devastador, respecto a las sucesivas memorias, en un colectivo cuyas interacciones sociales quedaran exclusivamente subordinadas a la relación de poder. Esto es que, en todo momento de su historia, no solamente hayan carecido de un entramado institucional racionalizado para alcanzar unos determinados fines más allá de la voluntad de los potentados, sino que jamás hayan coincidido la oportunidad y la contundente percepción de un interés colectivo al respecto para hacerlo. Justamente el caso de España.   Es arriesgado precisar un porqué más allá de la sinergia de varios factores. Que si un escaso poblamiento o presión demográfica; que si unas formas de vida agrícolas y ganaderas marcadamente tradicionales, siempre arraigadas a la tierra y apenas abiertas a innovaciones rentables que estimularan los ingenios; que si la rígida conciencia católica; que si una sociedad excesivamente dependiente de un clientelismo aristocrático, donde se anteponía un mal entendido sentido del honor particular al bien común. El caso es que la promoción, ya sea para alcanzar una posición dirigente o para ser consagrado como vida ejemplar, no solía ir asociada a la valía personal medida según un criterio objetivo compartido, sino que quedaba a expensas del linaje, la herencia o el favor de los poderosos. La persistente continuidad histórica de un tipo de sociedad así ha provocado que los españoles nos miremos con envidia, atribuyendo el éxito del vecino no a sus propios méritos, sino a alguna clase de suerte cuando no al enchufe o apadrinamiento. Cualquier empresa común, más allá de la red clientelar a la que se aspire a pertenecer, se convierte entonces en cosa imposible.   Antes de la política, es necesaria una auténtica ruptura civil. Solamente cuando los españoles nos liberemos de los lastres de nuestro pasado y de la disconformidad con nosotros mismos como pueblo, asumiremos la necesidad de regular nuestras inevitables relaciones mediante unas instituciones racionalmente diseñadas, conforme a un ideal universal de justicia. Seríamos la primera nación europea en hacerlo y un ejemplo para el mundo. Y la República Constitucional es la receta para conseguirlo. En nada necesita amoldar la historia, pues es inédita, sencillamente se basa en el conocimiento del porqué de los hechos y su previsión. No miréis el pelo de quien lo diseñó o de quienes ya la apoyamos. Sencillamente, contemplad en qué no podría desearse la libertad política y quiénes habrían de temer por la separación del poder.

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