Es un hecho indiscutible que la forma de vida basada en la familia tradicional ha resultado perjudicada desde la transición. En el europeísta Estado de partidos fruto de ésta, la evolución de las condiciones socioeconómicas ha terminado por convertir la fundación del hogar propio en algo costosísimo. Los datos de los últimos treinta años así lo demuestran contundentemente. Para la enorme mayoría de los españoles, el posfranquismo ha supuesto su empobrecimiento, al caer el poder adquisitivo de los salarios prácticamente a la mitad que hace treinta años.   A pesar de esta potente dosis de realidad, la propaganda oficial que ha de inundarlo todo califica unánimemente este periodo como el mejor de la historia de España. Ha terminado por lograrse que los perjudicados se refieran con orgullo a su propio mal, llamando incorporación de la mujer al trabajo a la necesidad de llevar dos sueldos a casa; control responsable de la natalidad a la imposibilidad de criar más hijos; o formación avanzada a la costumbre, promovida desde los poderes públicos, de retrasar hasta la treintena la incorporación de los jóvenes al maltrecho mercado de trabajo de una economía improductiva, sin poder apreciar durante el aprendizaje (trabajando a tiempo parcial) lo que cuesta la vida; proles cada vez menos numerosas, consentidas en el consumo por unos padres agobiados, y educadas por un Estado que les estimula para el “cambio cultural” que impide ver cómo les han dilapidado su futuro.   Que banqueros, constructores y altos funcionarios de partido empujen a las cohortes de periodistas, actores, profesores e intelectuales a tocar las fanfarrias por el Régimen que les ha encumbrado es lo lógico, pues no hacen sino proteger sus abundantes intereses. Pero que la institución que debiera defender a los más débiles con la verdad, desde su potencia intelectual y la intrínseca encomienda de hacerlo, termine retroalimentando la partidocracia, es algo tan patético como desesperante. Así, la Iglesia Católica española se ha embarcado en una inmensa campaña para salvaguardar la familia de lo que ella cataloga como cultura de la muerte. Actuando según la estrambótica conclusión de que es el preservativo, el matrimonio gay, las leyes sobre el aborto o la perniciosa formación de las nuevas generaciones, pero jamás las aberrantes condiciones socioeconómicas a las que una élite de poderosos patanes ha condenado a la gran mayoría, que carece de la posibilidad institucional de defender sus intereses y de controlar a aquellos, lo que realmente está minando la familia; los eclesiásticos se suben al púlpito para cumplir su reverente función de aniquilar la verdad, consintiendo en reciclar las amargas consecuencias generales de esta ominosa Monarquía como particular causa de partido en una democracia, o sea, algo que en última instancia puede presentarse como negligente voluntad de los propios perjudicados, y que en todo caso debe corregirse votando a la formación política adecuada.

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