Victoria de Samotracia (foto: TekhnePhile) Ilusión del arte Ninguna mentira iguala la ficción del poeta y ninguna realidad, la verdad de la poesía. La razón aparente de la obra artística está en su belleza emotiva o descriptiva, pero su justificación y propósito, en la verdad que expresa. Este modo potente y placentero de transmitir ideas verdaderas o emociones inefables tenía que ser cultivado, primera y primorosamente, en los jardines de la religión y del poder, puesto que éstos eran los pilares de la sociedad que mayor necesidad tenían de ser representados por ficciones.   La estética del arte apareció inicialmente difuminada por los fenómenos místicos y políticos que la reclamaban. Solo lució al completo su esplendor cuando se rompieron las veladuras de la devoción y del afán de dominio que la promovieron, o sea, cuando la obra de arte dejó de ser útil a los dioses y a los hombres poderosos. Así se explica que las esculturas griegas no disminuyeran sino que acrecentaran su belleza, cuando las divinidades abandonaron los templos olímpicos y las estatuas humanas perdieron, al romperse, sus cabezas ciegas.   El arte gana en emoción lo que pierde en vigor el sentimiento colectivo que lo justifica. La mística del cielo y la gloria de la ciudad enmarcaron la belleza artística con halos dorados, para adornar los oratorios y decorar los palacios. Pero la pátina del tiempo se ha tomado cumplida venganza. Lo que ella obscurece no es la belleza, que si cabe aumenta, sino los sentimientos de devoción o sumisión a que la estética artística obedecía.   Cuando la fe se hace liturgia y el poder deviene anónimo, la belleza de lo que antaño era ornato y ostentación se torna exquisita o imponente, y se revuelve contra las sombras de sus antiguos amos, aún conservadas en su vieja pátina. La estética se hace entonces la ilusión de que por fin reina sobre la magnificencia de las dos ciudades y de que las abarca, cuando en realidad lo que domina es un cementerio de ideales, y lo que abraza son cadáveres. A la estética clásica le sucede como a la bella joven enviudada. Engrandece su belleza con la apariencia del nuevo misterio que le comunica la nostalgia reaccionaria de su servidumbre pasada.

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