Que lo antedicho* no es una abstracción, sino una constatación que tiene fiel correlato en la práctica del parlamentarismo moderno, puede comprobarse con unos pocos ejemplos incontestables. El sistema de frenos y contrapesos, que Carl Schmitt describe con minuciosidad, solamente tiene lugar allí donde la separación entre los poderes ejecutivo y legislativo es efectiva; inversamente, la falta de experiencia al respecto es la prueba incuestionable de la falta de tal separación. Cuando se insiste en el peligro que representa la mayoría absoluta para el control del poder, se oculta la escabrosa verdad: el verdadero peligro viene dado por la previa inseparación de poderes, para la cual es irrelevante la existencia o inexistencia de mayoría absoluta.   Parece olvidarse, a este respecto, lo acontecido en la última legislatura presidida por Felipe González, donde a pesar del gravísimo deterioro institucional provocado por el caso GAL, el caso Filesa o la comisión de delitos por parte del Director General de la Guardia Civil, el Partido Socialista, sin mayoría absoluta, mantuvo sin embargo el apoyo fiel del nacionalismo catalán. ¿Cómo esperar lo contrario de un grupo parlamentario devenido en socio de gobierno?, ¿cómo, si han vendido su derecho a controlar la acción de gobierno en todos los órdenes a cambio de su cuota de participación en el mismo, por exigua que ésta sea? Fue entonces cuando el nacionalismo catalán fue alabado por mentes menos ingenuas que maliciosas por su gran “sentido de Estado”, fórmula misteriosa de imposible precisión, pero siempre al servicio del poder establecido. Aquella legislatura, en virtud del “sentido de Estado” que hizo dimitir al Poder Legislativo de sus facultades de control sobre el Poder Ejecutivo –si es que tal dimisión no está ya in nuce en la propia naturaleza del parlamentarismo partidocrático- pudo ser caracterizada por Antonio García-Trevijano como “crisis de Estado sin crisis de Gobierno”: fórmula feliz en la cual se condensaba la situación de un gobierno emancipado de todo control político y en situación de sumir a las instituciones en un deterioro progresivo sin posibilidad de contrapesos internos al propio sistema.   El grado en el cual las instituciones se ajustan al sistema de “checks and balances” ha de medirse no ya por el número de leyes que las cámaras aprueban sino precisamente por el número de proyectos de ley que son rechazados o devueltos para su revisión. No sería ocioso examinar detenidamente el proceso por el cual se aprobaron en Estados Unidos las medidas contra la crisis económica; compararlo con el modus operandi seguido en España, donde la discusión parlamentaria, a fuer de prevista, pactada y programada, fue completamente inútil, sería un ejercicio de conclusiones desoladoras. Los señores ya habían cocinado en sus despachos las medidas que no podían más que ser refrendadas por el personal de servicio parlamentario.

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