La tempestad, de Giorgione (en Venecia) * El arte de lo sublime El sentimiento de lo sublime se fragua en la frontera de lo terrible y angustioso. Permanece quieto en el umbral. Presiente el agobio sin llegar a sentirlo. Alerta la sensibilidad del alma antes de vislumbrar la infinitud que la sobrecogería. Vértigo sin vacío ni movimiento, la emoción sublime atrae más que invita. Si cruzara la frontera de irrealidad sería mero espanto, horror, fealdad o desolación. Pero su representación artística, al vencer la hostilidad de lo que está representado, lo interioriza con la serenidad de la contemplación. Para el poeta la belleza estaba en el comienzo de lo terrible. Para el doliente de angustia está en su final. Lo sublime en el arte asoma el sosiego a la ansiedad y nos mete sosegados en la angustia ajena.   El valor estético de lo sublime no viene del halago que la perfección hace a los sentidos, ni de la evocación de las amabilidades que la naturaleza brinda a la imaginación, eso sería pura delicia, sino de la tranquilidad deliciosa que nos invade cuando, estando envueltos en situaciones angustiosas o vertiginosas, una imagen impresionante logra meter la propia inquietud en la armonía del mundo y de la vida que la crea. La obra de arte sublime produce el placer inherente a una victoria de vencedores sin vencidos, a un triunfo de la inteligencia intuitiva sobre las ansiedades instintivas del corazón. Lo sublime silencia las pasiones.   El cambio de lo patético por lo inefable era ya patente en el arte de las revoluciones de la libertad. Lo bello producía deleite; lo sublime, un temor deleitable. El romanticismo difundió las idea kantiana de que lo sublime está en lo grande; lo bello, en lo pequeño. "Lo sublime debe ser simple; lo bello puede estar decorado". Lo bello surge de la cualidad; lo sublime, de la cantidad. En el arte de lo sublime no interviene la presentación plástica de un propósito, ni la representación de un ideal. Por la divergencia entre forma y contenido, lo sublime deroga la armonía de imaginación y entendimiento requerida por lo bello. El hombre se eleva por encima de los sentidos al contemplar lo sublime. Su intensidad depende de la cercanía o lejanía del inquietante objeto de la representación. La escena de la nube tormentosa que se avecina a la gitana semidesnuda, que da el pecho a su hijo a la vera de un río, en la pequeña "Tempestad" de Giorgione, se acerca a lo sublime. No angustia como las bellas tormentas de Turner *.

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