Los reflujos electorales que se han producido en Galicia y el País Vasco despiertan en el patriotismo constitucional la esperanza de contener la marea centrifugadora del nacionalismo periférico y suavizar los abusos que perpetra éste (postergando el uso del español y tergiversando los hechos históricos) en la enseñanza que está bajo su dominio. El oportunismo, consustancial al PSOE y al PP, y la necia impotencia de las instituciones del Régimen, empezando por la Monarquía, no invitan al optimismo, ni siquiera al que exhibe Zapatero: tan infantil.   Sánchez Albornoz descifró el enigma histórico de España fijando una singularidad nacional que procedía de un sustrato romano visigodo, contrario al islam. Don Claudio erigió a don Pelayo, peleando con el nombre de Dios en los labios, en el primer vencedor cristiano del islam en Europa, y nada menos que en el salvador, desde Covadonga, de la cultura europea. Más tarde, los capellanes de los conquistadores ocultaron a los indios que el Dios crucificado y escarnecido fuese el los españoles: en su lugar, mostraban, para intimidarlos, a un victorioso Santiago Matamoros. Tampoco la realidad histórica de España fue una idílica coexistencia “intercultural” de cristianos, judíos y musulmanes: los períodos de relativa tolerancia se alternaban con otros de hostilidad, persecuciones y algaradas.   La decadencia cultural inclina a recluirse en ruinosos bastiones y a ensimismarse buscando esencias patrias. El casticismo del cristiano viejo, vigente en Castilla desde el siglo XV hasta el XVIII, fue recuperado por los epígonos nacionalcatólicos y falangistas del 98. Y el vizcaíno o “español al cuadrado”-es decir, sin la menor impureza mora o judaica en su genealogía- se transmuta en el vasco castizo que sufre la “opresión española” desde la abolición de los fueros que las guerras carlistas propiciaron.   Merced al movimiento pendular descrito por García-Trevijano en el anterior editorial, la enseñanza del retrocastellanismo franquista ha sido sustituida en las últimas décadas por la de la historiografía nacionalista de Ferran Soldevila y Rovira i Virgili, que impone la Generalitat, y los delirios racistas y las fantasías históricas de Sabino Arana, que dibujan “el ámbito vasco de decisión”.   Sabino Arana (foto: jKarteaga)

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