Carlos Dívar y Juan Carlos I (eitb24) Una de las grandes lacras de nuestras instituciones está en ese tipo de corporativismo hermético que aísla al crítico, al innovador, y, en definitiva, al que tiene una visión moral decente. Cierto corporativismo es justificable cuando se trata de ayudarse los unos a los otros, y se supone en organizaciones grandes y pequeñas. Pero si incorporarse a la organización, como es el caso hoy de la judicatura, esposada por las directrices de los partidos políticos en el poder, supone renuncia a la independencia, a la crítica, y, en suma, a la verdad, entonces no es exagerado decir que asistimos a un mundo de retrasados.   Si, para más inri, se trata nada menos que del poder judicial, al que cualquier Constitución digna de tal nombre concede independencia absoluta con respecto a los otros dos poderes del Estado, la situación no podría ser más inmoral e indecente. Las respuestas del gobierno a una amenaza de huelga que ni siquiera llega al verdadero fondo de la degradación de la justicia, sino que se conforma con simples mejoras técnicas, son asombrosas por su insensatez y por lo irrefutable de su corrupción moral. Ninguna oposición es legítima. Preparemos –amenazan– una ley, si pudieran de carácter retroactivo, que impida siquiera la expresión del descontento. “¿Cómo pueden estar descontentos si gobernamos nosotros?”, parecen preguntarse alelados.   A una situación política degradante, sin separación real de poderes, se le une un ambiente más general de relativismo moral. El funcionamiento normal de lo público es –dicen– de la exclusiva incumbencia de los que en sus servicios trabajan, o de los partidos, que para eso están o se les paga. La indiferencia por lo de todos de una era incapaz de pensar ya en nada universal, atiborrada de información especializada y de los sofismas intelectuales de moda, cunden en la modorra de una siesta que ni se durmió plácidamente ni se dejó de forzar en el sofá de la sumisión al poder de turno.   No obstante, muchos perciben que las razones para una rebelión son justas, aunque sólo sea porque ven –y ven bien– que lo que a éstos les ocurre hoy a ellos les podrá también ocurrir mañana. Además, cuando algo tan crucial como la justicia está en juego sólo los imbéciles sin remedio pueden quedarse del todo indiferentes.

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