Y en esta fe de John Stuart Mill en el poder sustentado por la papeleta electoral es donde cabe decir que el teórico que consagró parte de su vida a dar con un sistema protegiese a los ciudadanos de los inevitables abusos del poder y que promoviese el desarrollo de las capacidades intelectuales y sociales de la especie humana, fracasó. No porque su teoría adoleciese de defectos de forma. A este respecto, su padre James Mill y su padrino Jeremy Bentham, fueron menos ambiciosos. No aspiraban a favorecer lo que en la jerga moderna denominaríamos la “autorrealización” de los individuos como ciudadanos, sino únicamente a limitar los abusos de los gobiernos por la vía negativa de la amenaza permanente de una remoción. Pero ni James Mill, ni Jeremy Bentham podrían jamás haber predicho los devastadores efectos del consenso político unido a la inseparación de poderes, que hace inoperativa la sustitución de unos gobernantes por otros cuando ello no va acompañado de una reforma institucional que, de manera preventiva, ponga coto al descontrol del poder antes de que este tenga lugar.   Para un sistema como el anglosajón, que presume, no sin justificación, de “garantismo”, la amenaza de derrocar a un gobierno por la vía de las urnas –que es, a decir de Karl Popper, la piedra de toque de lo que se entiende comúnmente por “democracia”- puede tener plena efectividad. Para las impropiamente llamadas “democracias” continentales, es decir, para el parlamentarismo, es iluso esperar que los partidos políticos aprendan de experiencias pasadas a fin de evitar atropellos que se deben no ya a mejores o peores gobernantes, sino a la naturaleza misma de un poder carente de contrapesos. Toda sustitución de unos gobernantes por otros es sólo un compás de espera para la reaparición de vicios que vuelven indefectiblemente, porque el sistema institucional, al no haber implantado una efectiva separación entre gobernantes y parlamentarios, no está en condiciones de frenarlos. Y, finalmente, Stuart Mill no podía, todavía, adelantarse a los perniciosos efectos de la conversión de los partidos políticos en implacables maquinarias burocráticas, como años más tarde describiría el sociólogo Robert Michels.   La domesticación a la que las masas han sido sometidas por parte de unas organizaciones imposibilitadas de facto para funcionar democráticamente, ha sido causa y efecto, en un proceso de mutuos condicionamientos, del creciente desinterés hacia los negocios públicos. Así es como las esperanzas que Stuart Mill tenía depositadas en la extensión del sufragio, de cara a su efecto movilizador, de impulso que canalizase las energías ciudadanas hacia la participación política, se han visto defraudadas por unos partidos políticos que son, hoy, los primeros enemigos de tal participación. En estas circunstancias, el ejercicio del voto es sólo un simulacro que en modo alguno puede conmover ni afectar al orden que mantiene las cosas en el mismo grado de enajenación.

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