Hace trescientos años, en una isla del archipiélago Juan Fernández -a unos setecientos kilómetros de la costa chilena-, fue rescatado Alexander Selkirk, el marino escocés cuya odisea inspiró al autor de Robinson Crusoe. Esta figura ha cautivado a varias generaciones de lectores, y fascinado a poetas y novelistas (Coleridge, Joyce), a los padres de la economía clásica, a Rousseau, que la introduce en el Emilio, y a Max Weber, en cuyas tesis acerca del ascetismo laico y la ética protestante encontramos alusiones a la experiencia de ese célebre náufrago.   En una forma u otra, se creía que el agua salada (sudor, lágrimas o agua del mar) era un remedio para casi todas las cosas. Y en el afán de conocimiento y dominación que embarga al hombre –su hybris-, caer en la tentación de surcar el océano simbolizaba el fruto prohibido, y el naufragio, el castigo a tal sacrilegio. En un trasunto del Jardín del Edén que tiene ir descubriendo y nombrando, Robinson sobrevivirá con la sola ayuda de su razón práctica, después de reencontrarse con Dios: abre la Biblia al azar y se topa con unas palabras de los Salmos que le indican cómo su vida encaja en los planes de la providencia.   La meticulosa dedicación al cálculo, la capacidad de observación, la destreza para transformar la materia, y la devoción con la que se entrega al trabajo para subsistir, desempeñando toda clase de oficios (carpintero, albañil, agricultor, sastre, alfarero) convierten a este nuevo Adán en modelo del aburguesado hombre moderno, del homo oeconomicus capaz de obtener beneficios o “rendimientos”, incluso en la adversidad.   Isla de Robinson Crusoe (foto: Pescador) En el Tratado teológico-político Spinoza clasificaba la necesidad de comunicación y la incapacidad para ocultar lo que se piensa y callar, entre “los errores comunes” que el filósofo no comete; pero ese solipsismo no tiene en cuenta que sólo podemos garantizar la consistencia del pensamiento propio, compartiéndolo. “Ningún hombre es una isla por sí solo, todo hombre es un trozo del continente”: así rechazaría John Donne el empeño y el ensueño de los que quieren estar solos para ser libres. A Robinson Crusoe no le es posible alcanzar la libertad, ya que ésta sólo existe en relación con los demás.

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