En España, la ocultación pública de la realidad política impide ir más allá de los falsos principios a los que el Régimen dice remitirse. La cosa es sencilla, pues los principios son las verdades fundamentales para empezar, y de ellos, si son tal, no se puede discutir, sino simplemente aceptar y establecer su orden y jerarquía; es en la constitución formal del poder, en la cual éstos han de operar como prevista causa final, donde ha de verificarse la realización material de los mismos convirtiéndolos, solamente entonces, en verdaderos principios. No resultando así, como en esta Monarquía, cualquier cosa puede pasar por un principio que se cumple por principio.   Es un hecho indiscutible, en el orden cronológico de la llamada Transición, que primero se pactó el sistema electoral y un funcionamiento institucional básico, sin posibilidad de libre intervención civil en proceso constituyente alguno. Posteriormente, el Congreso no se limitaría a convalidar en la Constitución los principios que ya habían dado lugar al citado pacto, sino que admitió (demostración evidente de la mala conciencia por el enorme fraude) otros tan convenientes al engaño como falsos (léase el artículo 23); y entre ellos el de mayor trascendencia, al legislar sobre la intervención ciudadana en vez de reconocer la norma de la mayoría (formalmente la democracia por implicar la ejecución de los principios de igualdad y participación políticas), convirtiendo en obligatorio el sistema proporcional, que se limita a ordenar el grado de adhesión popular a los partidos políticos sin atender a la elección y decisión individual. Pero, ¿acaso podrían sus Señorías haber propuesto otro distinto al que les había llevado a alcanzar esta dignidad, contrariando además al poder que así les había dispuesto? Es precisamente aquí donde radica el meollo de la cuestión y el primer y único principio del Régimen: la común razón de partido. Ello explica la endémica necesidad de la mentira, la manipulación y la crispación para consumo colectivo, única manera en que los ciudadanos honradamente interesados en lo público crean tomar por iniciativa propia su forzosa adhesión a una lista y perciban ésta como decisiva, tratando de discernir qué partido convendrá al bien común; pero por mucho que se empeñen en ello y se alivien pensado que no son moralmente responsables de la situación por haber votado a otro partido, cuando el resultado final de un proceso electoral nunca es una decisión individual (en democracia la de la mayoría), sino que el citado refrendo a las listas se usa para elaborar el designio colectivo, todos los que votan son fácticamente culpables de lo que salga y de impedir que pueda concebirse algo mejor.  

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