Para los griegos lo bello era inseparable de la bondad y la verdad. Y este ennoblecimiento del alma como el ideal supremo de la cultura es recogido por Schiller, que acuña el término “shöne Seele” (alma bella). En nuestros días, ¿acaso se ha perdido el sentido de la belleza y de la armonía, estando condenados a sucumbir bajo el imperio de lo vulgar, lo vil y lo bajo? Así parece atestiguarlo la abrumadora presencia de la chabacanería, la fealdad, el ruido, la descortesía y el grito en los programas de televisión, en la calle, en los comercios, en el metro o en los campos de fútbol. Los filósofos que han profundizado en el significado de la intersubjetividad no han concedido a los modales la importancia que tienen en una concepción elevada de la existencia humana. Autores como el conde Keyserling, Malraux, Gerald Brenan o Peter Weiss, que escribieron con gran admiración sobre la llaneza, la hidalguía y la caballerosidad de los españoles, observarían con tristeza el creciente deterioro de las formas de conducta y de convivencia –cada vez más mecanizadas, zafias y hostiles- en un país que se mostraba orgulloso de practicar una cortesía y una gentileza que ahora son consideradas anacrónicas.   Aparte de los eufemismos y las frases puramente retóricas que el vacuo Zapatero emplea, la exhibición de malos modales terminológicos y la inclinación a la agresividad verbal de los necios y soeces profesionales del poder, en su patio de vecinos estatales, se amplifica en los medios de comunicación que están a su servicio, donde los periodistas orgánicos, con primitivismo mental, cultivan el exabrupto y las expresiones groseras. No importa el análisis objetivo ni la crítica fundada en argumentos sólidos.   Esta violencia semántica va unida a un burdo maniqueísmo. Si el fundador de la Falange recomendó la “dialéctica de los puños y las pistolas” como alternativa a la dialéctica marxista, el lenguaje del otro bando, aunque estuviera sublimado en nombre de la revolución y la sociedad sin clases, también caía en la matonería. La teoría de las superestructuras ideológicas y la glorificación de la violencia como partera de la historia derivan en la negación del “logos” y revelan un profundo desprecio por el lenguaje.   José Luis Rodríguez (foto: guillaumepaumier)

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