Sobre el Derecho de Autodeterminación     Juan Sánchez Torrón   El primer análisis que procede hacer sobre el concepto de “autogobierno”, si es que se pretende abordar la cuestión en la multiplicidad de sus posibles implicaciones, viene dado por el ingenuo procedimiento exigido por la más cabal voluntad de entendimiento. La gramática y la semántica son las primeras armas con las que deben acometerse la descomposición y el análisis de un concepto tan manido, tan zarandeado, apenas conocido por su significado pero sí por la gran variedad de servicios que presta. Y dado que la cotidianeidad tiende a confundir la comprensión del significado de una palabra con algo mucho más primario y elemental, es decir, el saber a qué atenerse ante ella, una investigación exigente sobre los conceptos políticos puede y debe empezar por tratar de profundizar en la pura determinación semántica de los mismos. Autogobierno no puede más que significar “gobierno de Uno Mismo”.   La naturaleza caótica de este problema viene ya esbozada por la indisimulada perplejidad ante el indeterminado conjunto de sujetos titulares de la facultad o el derecho de autogobernarse que siente el Sócrates que Jorge Santayana retrata en sus “Diálogos en el limbo”, en su conversación con el Extranjero que viene a visitarlo. He aquí el pasaje que conviene a lo que se pretende abordar:   EL EXTRANJERO: Nuestra tragedia es muy antigua, y tú extrajiste su moral hace mucho tiempo; es la tragedia de aquellos que hacen lo que quieren, pero no obtienen lo que desean. Es la tragedia del autogobierno.   SÓCRATES: Sería, sin duda, una tragedia horrible que acabara tan mal algo tan excelente como el autogobierno. Pero no puedo dar crédito a tu información, porque un pueblo que ha aprendido a autogobernarse sería una raza de filósofos, que cada uno se gobierna a sí y sólo a sí mismo, y está internamente a salvo de cualquier real infortunio. Me alegra que, contrariamente a las expectativas, la república de los vivos haya logrado en mi ausencia hacerse tan similar a esa feliz comunidad de inmortales, donde ningún espíritu molesta a otro ni necesita del apoyo de otro.   EL EXTRANJERO: La ironía, Sócrates, no puede avergonzar a los hechos, que tienen de suyo su propia ironía. Por autogobierno no queremos decir, por supuesto, el gobierno del yo. Queremos decir que el pueblo, colectivamente, promulga las órdenes que deben ser obedecidas individualmente.   SÓCRATES:        ¡Qué      cosa     más   sorprendente! ¿Debo entender que bajo el autogobierno, tal como vosotros lo practicáis, ningún hombre se gobierna a si mismo en nada, sino que cada uno es gobernado en cualquier momento por todos los demás?   EL EXTRANJERO: A eso llegaríamos, si nuestro sistema fuera perfecto.   SÓCRATES: ¿Acaso vuestra democracia, que supongo pretende expresar la autonomía del individuo, suprime en efecto y por completo esa autonomía?   La lucidez del Sócrates de Santayana apunta a la evidencia de que el salto desde una titularidad individual del derecho de autogobernarse, en suma, la cuestión de la identidad de ese Uno Mismo a una titularidad colectiva, como es el “pueblo” no es sólo una alteración cuantitativa sino cualitativa del significado y las consecuencias de tal derecho: es la diferencia que media entre el Derecho Privado y el Derecho Público.   Santayana y Marx Pero antes de adentrarse en la cuestión jurídica que atañe a nuestro asunto, no es ocioso subrayar que sólo el más miope nominalismo puede haber considerado que los pueblos o las patrias son sólo una suma asociativa de unidades más pequeñas, a las que engloban y en los cuales éstas, se subsumen. Por el contrario, en la irresistible propensión de pueblos y patrias a erigirse en abstracciones –y para ser más exactos, en abstracciones reales, que diría Karl Marx- por encima y a pesar de los individuos que en ellas se desarrollan, se encierra todo el potencial pernicioso y aterrador del patriotismo, siempre abocado a manifestarse como pura soberbia de la fuerza.   Que la patria está lejos de ser un proyecto sugestivo de vida en común, según el sentimental aserto de José Ortega y Gasset, deudor de la concepción de Renan de la nación como “plebiscito diario”, sólo puede ser negado por quien se obstine en no querer ver el formidable poder de persuasión de símbolos, himnos y banderas que los pueblos han inventado y que frecuentemente se han enajenado  y  sobrepuesto  a  ellos  como  sus   Ortega, Renan y Jovine (arriba) Ferlosio y Krauthammer (abajo) verdaderos dueños y señores. Bien lo sabía la campesina italiana que advertía a su hijo “Scappa, che arriva la patria”, según cita del escritor italiano F. Jovine. Un proyecto demasiado poco sugestivo para quien habría de dejarse la vida en su nombre en el campo de batalla. Bien lo sabe Rafael Sánchez Ferlosio cuando, en uno de sus pecios más lúcidos, nos recuerda: “La verdad de la patria la dicen los himnos: todos son canciones de guerra”, o en su obra de reciente aparición “Apuntes de polemología”, donde señala: “La patria es hija de la guerra; crece con ella, desmedra con la paz”. Bien lo sabía Charles Krauthammer, cuando advertía que “Las naciones necesitan enemigos”.   Pero, por encima de tales consideraciones, el diálogo de Santayana ilustra bien la problemática jurídica que entraña este derecho, hermano gemelo del tan encarecido autogobierno, o en la moderna jerga de la clase política y de los medios de comunicación, el derecho de pueblos y patrias a decidir. El derecho de autodeterminación, que el movimiento nacionalista enarbola como un dogma tan incuestionable como la facultad del individuo de disponer de su vida en ejercicio de su irrenunciable libertad personal, allana toda diferencia entre el Derecho Público y el Privado y convierte a los pueblos en entes titulares de derechos subjetivos como puedan serlo las partes contratantes en el Derecho Mercantil. Entre sostener la conveniencia de una secesión ante una situación concreta y reconocer el derecho universal de los pueblos a autodeterminarse media la confusión provocada por la extensión de un supuesto fáctico particular a una fórmula jurídica general. Este salto conceptual no es en modo alguno inocente, y genera un problema político más complicado que el propio conflicto que, supuestamente, pretende resolver: el grado de libertad que puede alcanzarse en las relaciones contractuales o de amistad bilaterales, donde, teóricamente, la situación permanece bajo el control de los sujetos protagonistas, -sin excluir que ello sea, en ocasiones, una pura ficción que los propios sujetos necesitan para creerse libres- no es ni remotamente posible allí donde una de las partes es el poder político y la otra una comunidad pretendidamente soberana: esta diferencia sustancial desplaza el ámbito del problema del Derecho Civil al Derecho Constitucional; las controversias, en uno y otro campo, son de naturaleza radicalmente diferente.   El Estado no es una asociación voluntaria de poder mudable con arreglo a  las apetencias  y página siguiente

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