Contrasta la uniformidad del conocimiento científico actual respecto al mundo físico con la disparidad de teorías sobre lo social y, lo que es aún más horrible, la indeterminación en lo político-institucional. Pareciera que la comparación con el primero, así como la gravedad afecta inexorablemente a todos los cuerpos, invalidara las segundas, al no resultar posible definir leyes efectivas en todos los sujetos y situaciones.   Ciertamente, los individuos constituyen una singularidad, pero que no reaccionen unívocamente de un modo previsible no implica la inexistencia de fuerzas sociopolíticas ni que en todo caso estén expuestos a ellas. Son los prejuicios parailustrados de la sacrosanta libertad individual, hoy eufemismo del interés privado (que para quien no discierna los tejemanejes grupales consistirá en aceptar como propio el ajeno), y de la inquebrantable fe en el progreso, incluyendo el moral por añadidura, los que preservan un campo virgen a disposición de la conveniencia de las castas dirigentes, cuyo dominio es imposible no reverenciar al no concebir criterio objetivo alguno que lo quebrante.   El paradigma científico está atado por su propio método a la realidad incontestable de los hechos empíricos, resultando impermeable a lo particular y sus circunstancias, aunque uno sea un modesto empleado de una oficina de patentes suiza. Mas siendo el mundo de los hombres el objeto de estudio, hay que enfrentarse a una construcción social en la que, precisamente, el poder y el estatus son las fuerzas centrípetas que sincronizan la reproducción de sus hechos propios con la definición de su paradigma; siendo éste hoy en España el de la ignorancia, disolviendo la realidad para extraviarse en estériles disquisiciones sobre motivaciones sicológicas y personales que impidan detenerse en el premeditado diseño político-institucional y comprobar sus desaforados efectos colectivos.   Si no hay posibilidad de verdad, la ética no existe y, con ello, nada podemos exigirnos a nosotros mismos ni a los demás, nada podemos compartir y a nada podemos colectivamente aspirar. Los lazos del interés y del lucro serán más fuertes y tejerán sus redes de dominio sobre la incomprensión de las masas, meros agregados de sujetos infantiloides que solo adquieren cierta ligazón para lo intrascendente.   Baste impedir describir objetiva y públicamente las instituciones políticas para que sea imposible concebirlas de otra forma, que en ningún caso podría ser entonces mejor. Sin esperanza común, parezca entonces lo más cabal agachar la cerviz para refugiarse en la vida privada, donde resulta imperativo encontrar la complacencia contribuyendo a su propagación, pues es sentido que la ignorancia debe conducir a la felicidad.

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