Albert Esplugas Boter, miembro del Instituto Juan de Mariana y autodefinido como liberal, se explaya en el diario “Libertad Digital” (Estado S.A., 29 de enero) acerca de su preferencia por la empresa privada en detrimento del Estado, con los argumentos habituales de quienes critican el poder político con una lógica que al propio poder político le resulta por completo ajena. La inanidad de tales condenas reside, precisamente, en ese desplazamiento.   Nada cabe objetar a la constatación de evidencias no opinables, tales como que “el Estado obtiene sus fondos por la fuerza a través de impuestos”, mientras que “la empresa se financia con aportaciones voluntarias de inversores y consumidores”, o bien que “en el mercado podemos cambiar de proveedor de internet o de compañía de gas con una llamada”, mientras que “si queremos cambiar de policía, tener una justicia más eficiente o pagar menos impuestos por estos servicios, tenemos que hacer las maletas y mudarnos a otro país”. Tales constataciones no pasan de ser el lamento de quien querría ver el Estado convertido en una empresa privada más, es decir, abolido.   Por ello, no cabe sostener tal crítica desde los propios presupuestos de la existencia del Estado: este, según el celebrado aserto de Max Weber, se caracteriza por asumir el “monopolio de la violencia legítima”, y no puede, por tanto, concurrir al mercado en condiciones de igualdad para el desempeño de funciones que, en virtud de tal monopolio, solo a él le corresponden.   Tales críticas disuelven en la más completa continuidad la idea del Estado propia del liberalismo de la posguerra mundial y los planteamientos anarquistas de quienes, como Hans Hermann Hoppe, propugnan abiertamente la abolición del Derecho Público y la sustitución del Estado por asociaciones privadas de carácter voluntario, con facultad para legislar a conveniencia en el territorio objeto de su jurisdicción.   En suma, la generalización del derecho de autodeterminación. No es necesario entrar en la discusión ideológica sobre tales planteamientos, pues no son las opiniones personales lo que aquí está en juego, sino únicamente el rigor teórico de una exposición. Y cuando se espera del poder político que éste renuncie a su propio fundamento sin propugnar, al mismo tiempo, su abolición, se está incurriendo en el achaque que Carl Schmitt observaba en el liberalismo: la carencia de una teoría del Estado, que no puede ser disimulada con la simple crítica del poder político. Tal carencia es, también, por supuesto, achacable al anarquismo, con la diferencia sustancial de que sus defensores rechazan una eventual teoría del Estado en la misma medida en que rechazan el poder mismo: desplazan, por tanto, la controversia de la política a la antropología.

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