Andrés Buenafuente (foto: Mario Rubio) Es una lacra cultural nuestra, cuyos orígenes cabría escudriñar –quizá algunos lo han hecho ya–, ese característico tirar la piedra y esconder la mano en discusiones informales. Me refiero en concreto a la actitud de quien tiene poco que decir, dice lo que no sabe con grandes gestos y después bromea sobre su propia alocución si se le objeta algo, como si no estuviese destinada a tomarse en serio. Se me antoja que en esta dinámica, tan contraria a los más elementales principios de la conversación, pueden detectarse algunos rasgos de nuestro retraso político. Pues ya no sólo entra aquí la ignorancia como tal, que por naturaleza se encerrará sobre sí antes de aceptarse como es, sino además su dispersión mediante el ácido incontestable del “humor”. En definitiva se trata de transponer una forma anodina de poder –ese “humor”– a la esfera de la verdad: definir qué es lo más acertado en determinadas circusntancias.   La jocosidad, que desprecia por principio todo ánimo de transcender un estado dado de cosas, hace quizá demasiado fácilmente presa de nosotros. Es un tipo más de defensa ante aquello que nos supera, pero con el rasgo peculiar de hacerse pasar por jovial cuando en realidad es simplemente burda. Su cultivo y extensión manifiesta nuestra impotencia de alcanzar un estado maduro de realización política.   Naturalmente la clave está siempre en los fines, pues todo medio, sentido del humor inclusive, puede utilizarse en aras de la destrucción de lo bueno, bello y verdadero, o de su vislumbramiento. El corolario sería, pues, utilizar nuestra fuerza y habilidad satírica para abordar cuestiones cuya inteligencia no puede desvelarse ya de otro modo. Pero todo antídoto puede convertirse en veneno tan pronto como se pierde el sentido que lo trajo. En distintos pueblos, esta ambigüedad se manifiesta de distintos modos: en los franceses, la sofisticación intelectual; en los alemanes, su portentoso universalismo; en los ingleses, su pulcro sentido de lo correcto.   En nuestro caso, si permitimos que domine la falta de seriedad, ésa que parte bien hacia la ira o hacia el bromazo sin sentido, en momentos donde la problemática misma –por ejemplo la falta de democracia– pide ante todo atención y racionalidad, nos condenamos a nosotros mismos a, como decía Santayana, repetir nuestra historia masivamente plagada de fracasos políticos.

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