La utopía de una ciudad universal, formulada por la escuela estoica (Zenón de Citium en su “Politeia”), fue integrada en la cosmovisión cristiana y dos milenios más tarde en el internacionalismo obrero. Estas ilusiones de cosmopolitismo siguen sin encontrar un asidero real en plena época de globalización comunicativa y mercantil. Desde Benjamin Constant hasta Milton Friedman, se ha predicado la paz mundial que la intensificación del intercambio comercial entre las naciones procuraría. Sin embargo, resulta evidente la crudeza bélica que se ha empleado para conquistar nuevos mercados.   Hoy en día, si bien las relaciones comerciales parecen desarrollarse pacíficamente, las reglas del juego económico son impuestas por los países más poderosos, de manera directa, o a través de los organismos supranacionales que están a su servicio. Emergen como potencias China y la India, mantiene su hegemonía EEUU, y la Unión Europea es incapaz de sintetizar -más allá de los comunes problemas económicos que ahora la recesión está agudizando- sus aspiraciones políticas.   Norteamérica acabó, menos en la península ibérica, con el fascismo y el nazismo; liberó a una parte del continente secuestrado; y promovió un gigantesco plan de reconstrucción económica que sentó las bases de la actual prosperidad europea. Fue natural que se extendiese un sentimiento de admiración y gratitud hacia la potencia militar vencedora, que impidió a los pueblos emancipados, tener un pensamiento original del mundo y una confianza independiente en su destino. Los Estados de Partidos, implantados en esta vieja tierra por el jardinero imperial, se convirtieron en árboles de la corrupción institucional.   No perder la libertad o reconquistarla es la razón esencial del orgullo colectivo. Inglaterra y Francia (gracias a De Gaulle), tienen motivos, en parte, para sentirse orgullosos, pero, salvo Suiza, donde no fue atacada, la libertad, en los restantes pueblos del continente, fue una concesión estadounidense, que no incluía la de elegir a nuestros gobernantes y representantes ni poder controlarlos. Y éste es el marasmo político de la oligarquía europea del que todavía no hay trazas de salir.   Parlamento europeo (foto: Soroll)

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