«Es 5 de noviembre, y la nación está en estado de shock. Los medios de comunicación echan la culpa al "efecto Bradley": los estadounidenses se transformaban en "Klansmen" en la cabina de votación, y Barack Obama acabó con 6 millones de votos menos de los calculados a partir de las encuestas a pie de urna.   Los ciudadanos estadounidenses no pudieron elegir el rumbo que había de tomar la política de la Casa Blanca, aunque en muchos medios de comunicación estas elecciones presidenciales fueran elevadas a la categoría de históricas, antes de celebrarse. La autoridad competente para regular los censos electorales en EE.UU. consiguió retirar desde las anteriores elecciones, más de diez millones de nombres de los listados de votantes, un 4% de los votos, que no pudieron eliminar de las encuestas anónimas. El hecho es que Bush ganó a John Kerry por menos de doscientos mil votos en 2004 y Greg Palast ya demostró entonces que más de 3 millones de votos fueron suprimidos de una u otra forma en aquellas elecciones. Un análisis de la Comisión de Derechos Civiles de EEUU mostraba que la probabilidad de que la papeleta de un votante negro resultara "no contada" era nueve veces mayor que la de un votante blanco.   ¿Cómo pudo negarse el derecho a voto a 10 millones de norteamericanos? La respuesta estaba escrita en una ley, propuesta por Bush y aprobada en el Congreso en 2002: “Ley de Ayuda a América a votar” (Help America Vote Act). Gracias a esta ley los Secretarios de Estado estaban facultados para eliminar electores sospechosos de los registros de votantes. Es el truco que utilizó Katherine Harris en Florida en las elecciones de 2000, cuando “purgó” registros electorales de votantes "criminales". ¡Salvo que no eran criminales! Aprobada la ley, lo hicieron en docenas de estados, declarando a la gente “criminal”, "votante inactivo", “votante sospechoso”, o lo que sea. Grande habría tenido que ser la marea Obama para soportar la merma debida a la ley de ayuda al voto.»   Aquí, como allí, la oligarquía dominante se las ingenia para desplazar del poder, con todos los medios que los Estados proporcionan, a gobernantes amortizados o descarriados y poner nuevos títeres, encantadores de las (todavía) crédulas masas, que ignorantes de la realidad, no ven los peligros que les acechan, en sus propios gobiernos. Allí todavía tienen una Constitución democrática aunque en decadencia, desbordada dos siglos después de ser redactada, pero actualizable para lidiar con los avances tecnológicos que posibilitan la existencia de medios de comunicación de masas y las investigaciones sobre la psique individual y “colectiva” que permiten a los intereses siniestros dominarlas mediante la mentira impuesta. Aquí tenemos una Carta de derechos y obligaciones de vasallo inservible de cabo a rabo para la causa de la libertad.

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