La capacidad de sentir dolor ha sido seleccionada en la evolución de todas las criaturas que poseen un sistema nervioso. Tal forma de alertar eficientemente de que algo resulta perjudicial o no funciona bien, ya sea en el propio organismo o en su relación con el medio, ha favorecido el medrar de aquellas. La metáfora orgánica para explicar lo social ha dado mucho juego, pero nunca ha encontrado parangón respecto a la cuestión del dolor.   Frente al firme objetivo particular de conseguir de hecho la propia supervivencia, transmitiendo en ello sus propios genes, que aparentemente incita la existencia de los animales, la cosa no está tan clara al trazar el paralelismo a los sistemas sociales. No hay más remedio que descender al nivel del individuo, pudiendo concluir, en buena lógica, que la continuidad del sistema debe implicar que al menos la mayoría de ellos acepten sus condiciones generales de vida. Siguiendo la comparación que nos guía, las conciencias individuales, compartidas en los grupos primarios, actuarían como una especie de células sensoriales. Mas serían los medios de comunicación social los que desempeñarían el papel de correas de transmisión a los órganos dirigentes.   Sin embargo, no puede haber discordancia entre el sistema nervioso y la mayoría de las células de una criatura, y tampoco pueden ignorarse o controlarse las conexiones neuronales que alertan de una disfunción trasmitiendo la desagradable sensación de dolor. Pero en la sociedad, existe contradicción de intereses entre quienes mandan y quienes obedecen, y los primeros pueden alterar normativamente la comunicación social, contando además con instrumentos educativos y coercitivos que les conceden la capacidad de influir en las “formas de pensar y de sentir” de los segundos.   Nada convendría más a una minoría privilegiada que detentara el poder que la mayor parte de la sociedad lo asumiera como algo normal, aceptando su destino con resignación sin tan siquiera ser conscientes de que las instituciones políticas no son sino construcciones humanas y de que, como tal, pueden cambiarse. El sistema educativo español impide una formación adecuada en conocimientos generales, excusándose en la especialización conforme, se dice, a las necesidades del mercado laboral; o la pública apología del relativismo moral y cultural, considerándose con naturalidad la mentira en el discurso político; o el ocio basado en la evasión del mundo cotidiano, resultado de un individualismo hedonista reprimido durante la jornada de trabajo; y el menoscabo de los grupos primarios, especialmente de la familia, o de cualquier otro colectivo que persiga un objetivo general común, sometidos al obligatorio control y filtro estatal. Todo esto actúa como un anestésico que impide la percepción del malestar general de la sociedad española.

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