Encendido del río Columbia (foto: phatman) Causa primera Enredado en el tiempo, como lo están siempre los sabios, Aristóteles alumbró una idea de calado poético –y quisiera decir político- inmenso: el movimiento diversifica el mundo y, para lograrlo, dado que su esencia es eterna e inmóvil, se combina con el Primer Principio, que conduce a la uniformidad. El resultado es la diversidad eterna. ¡Ay! del cerebro que, después de esto, no suspire. El Primer Principio autoactivo y la, para El Estagirita, necesidad metodológica de que el acto fuese anterior a la potencia, animaron a los teólogos a establecer como prueba de la existencia de Dios la Primera Causa. Hasta que, como dice Stuart Mill, no pudo responderse a la pregunta ¿quién me hizo? si inmediatamente conducía a preguntarse ¿quién hizo a Dios? El axioma “siempre hay una primera causa” es en sí mismo una contradicción, si cabe aplicarlo también a esa Primera Causa. Pues bien, todo esto, que es válido en el reino de la Metafísíca, no lo es en el de las ciencias y la poesía. La buena fe política, científica, jurídica y poética, exige que siempre exista una causa primera. También de las crisis. Sin perjuicio de conocer cada eslabón de la cadena, de poner nombre a cada codicioso y corrupto; sin olvidar nunca que los hechos constituyen un sustrato inmutable (estructuras) y sobre él se aplican todos los afanes; y hasta que los avances en la Antropología demuestren cuánto de la genética se refiere al poder, en este bendito diario debemos conformarnos con echar por tierra el mito que marxistas y liberales han adoptado como principio de cabecera. No, la política no es economía, la economía es política.

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