Don José Ortega y Gasset Desde nuestro encuentro con el fuego, hay una cierta enfermiza fatalidad en la búsqueda del ser humano de aquello que no está, una metataxia animal, un procastinar de la experiencia. No está la herramienta, no la verdad; Dios no estuvo o se marchó en el entreacto por la puerta de atrás y nada de libertad política. Pero seguimos aquí, siendo en lo que no está pero existiendo en lo que sí, asistiendo a acontecimientos multitudinarios que se celebran dentro de otro mayor que es la sociedad completa, considerada casi siempre más un espectáculo que un ambiente; quizá por eso nos empeñamos en admitir de mejor grado maestros de ceremonias impuestos desde arriba que representantes nombrados desde abajo. La obediencia política es una actividad que no tiene trascendencia en la acción propia, así que obedecer por obedecer forzosamente nos ausenta de ser. En cierto modo, si comer es sólo comer, amar amar y vivir junto a los otros, sencillamente hacerlo, nosotros mismos dejamos de estar.   Ortega y Gasset vio en el triunfo de los gustos vulgares la prueba de que las muchedumbres habían accedido al poder más que nunca desde el Imperio Romano. Creyó que una buena glosa de la soberanía del pueblo sería la rebelión de las masas sin comprender que los hechos indicaban que más bien se trataba de la rebelión de las élites y una soberana demagogia constituiría la vía perfecta para asentarla. Así pues, al hecho de que la sociedad de la aglomeración ya no “presumiera que las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella” lo llamó “hiperdemocracia”, cuando en realidad debía hablar de “hiperdemagogia”. Creía que atravesábamos momentos de participación directa, de muerte de la representación liberal. El tiempo ha demostrado que sólo la segunda proposición era cierta. La única solución al problema de la demagogia es ahora la representación del individuo a través de la elección de una única persona. Don José contempló al individuo clónico eximido del mérito social de manera muy semejante a la del viejo Celine cuando, durante su viaje al fin de la noche, orilló en los -para él- salvajemente infantilizados e inhumanos Estados Unidos. Ambos parecían considerar que la pérdida de la magia autorizante y el prestigio que supone la realización del ideal convertía en indeseable el nuevo apetito de libertad política como si este no fuese la antesala de deseos tiernos, nacientes libertades. Como si llegar a un hermoso valle, borrase todos los mapas.

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