Finalmente los transportistas españoles han recordado las palabras que el señor Gramsci escribía en su pre-partidocrático El partido y la masa: “¡No se hace una revolución con los recuerdos del pasado!” y terminarán su protesta pasándose la bota en los toros. Tampoco, ahora lo comprenden, se hacen huelgas, ni sectoriales ni generales, con tales recuerdos. A pesar de que en su expresión oral pervivan trazas de la demagogia socialista, los profesionales que han protagonizado lastimeramente las crónicas de los últimos días son propietarios, no asalariados. Los trabajadores del gremio carecen de voz propia y sufrirán las consecuencias de la pugna entre autónomos, grandes empresas y Gobierno, que costeará la ciudadanía. Es evidente que los gigantes del transporte abominan de cualquier intervención estatal capaz de alterar su peso en el mercado, como lo es que las empresas medianas y pequeñas deben ser subvencionadas hasta que su protegida idiosincrasia cultural se diluya.   Desde que los asalariados y empresarios menos ricos creyeron que quienes gobiernan son sus iguales sociales por el mero hecho de que alguna vez pertenecieron al mismo estrato económico, desde que renunciaron a la conquista solidaria de los medios de producción y del poder político para aceptar la santidad de la propiedad privada, la ideología comunista estuvo condenada a la extinción y una nueva veía la luz: la consumista. Esa es la situación que pretendía afianzar el reconocimiento del derecho a la huelga que el liberalismo puso en marcha en Inglaterra. El poder no es una cuestión de clase. Sin libertad, la igualdad se torna infantilmente envidiosa e interesada; incluso el poder se consume en forma de aquiescencia matizada. La sociedad es dividida en consumidores satisfechos que legitiman el Gobierno impuesto y consumidores frustrados cuya ambición difusa se apresta a legitimar una nueva imposición.   La mística sanguinolenta de la tauromaquia tiene mucho que ofrecer a esta condición amasada de la ciudadanía. Si el señor Obama puede revolucionar la representación en Estados Unidos, ¿por qué no podría hacer lo propio con la irrepresentación celtíbera don José Tomás? Pensará el lector que la irrepresentatividad no sería sujeto de revolución sin que ello supusiera su propia aniquilación, pero hablamos de representación e irrepresentación sociológicas, epifenómeno de sus homólogas políticas. La expectación mediática que envuelve las apariciones del gran matador en el ruedo y la veneración extasiada que irradia la población, no es el grito telúrico de los pueblos como parecen creer algunos, es la expresión anonadada de la teratofilia a la que nos hemos visto arrojados, el placer de sentir que lo estético, artístico y espiritual está tan abastecido como nuestros supermercados. Con la tranquilidad de haber cumplido con el ojo y el estómago, el tendido muestra ahora la colección de oídos poderosos que conviene halagar durante la lidia de España.

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